lunes, 25 de febrero de 2013

La economía de la felicidad

Por Jeffrey D. Sachs. Publicado por Project Syndicate

NUEVA YORK – Vivimos en una época de vértigo. A pesar de la riqueza total sin precedentes del mundo, existe una gran inseguridad, un gran malestar y una gran insatisfacción. En Estados Unidos, una amplia mayoría de los norteamericanos cree que el país está "en el camino equivocado". El pesimismo se disparó. Lo mismo es válido en muchos otros lugares.
 
Frente a este contexto, llegó la hora de volver a considerar los motivos básicos de felicidad en nuestra vida económica. La búsqueda implacable de un mayor ingreso está conduciendo a una desigualdad y a una ansiedad sin precedentes, y no a una mayor felicidad y satisfacción en la vida. El progreso económico es importante y puede mejorar marcadamente la calidad de vida, pero sólo si es un objetivo que se persigue junto con otros. 

En este sentido, el reino de Bután en el Himalaya viene liderando el camino. Hace cuarenta años, el joven y flamante cuarto rey de Bután hizo una elección notable: Bután debía perseguir la "felicidad nacional bruta" (FNB) en lugar del producto interno bruto. Desde entonces, el país ha experimentado una estrategia alternativa y holística para el desarrollo que hace hincapié no sólo en el crecimiento económico, sino también en la cultura, la salud mental, la compasión y la comunidad
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Decenas de expertos recientemente se reunieron en la capital de Bután, Thimphu, para analizar la experiencia del país. Fui uno de los anfitriones junto con el primer ministro de Bután, Jigme Thinley, un líder en materia de desarrollo sustentable y un gran defensor del concepto de FNB. Nos reunimos tras una declaración de la Asamblea General de las Naciones Unidas del mes de julio que instó a los países a examinar de qué manera las políticas nacionales pueden promover la felicidad en sus sociedades. 

Todos los que nos reunimos en Thimphu coincidimos en la importancia de buscar la felicidad en lugar del ingreso nacional. La cuestión que analizamos es cómo alcanzar la felicidad en un mundo que se caracteriza por la rápida urbanización, los medios masivos, el capitalismo global y la degradación ambiental. ¿De qué manera nuestra vida económica se puede reordenar para recrear una sensación de comunidad, confianza y sustentabilidad ambiental?

He aquí algunas de las conclusiones iniciales. Primero, no deberíamos denigrar el valor del progreso económico. Cuando la gente tiene hambre, carece de las necesidades básicas como agua potable, atención médica y educación, y no tiene un empleo digno, sufre. El desarrollo económico que alivia la pobreza es un paso vital para fomentar la felicidad.

Segundo, la búsqueda incesante del PIB sin tener en cuenta otros objetivos tampoco conduce a la felicidad. En Estados Unidos, el PIB aumentó marcadamente en los últimos 40 años; no así la felicidad. Por el contrario, la búsqueda inquebrantable del PIB llevó a grandes desigualdades en materia de riqueza y poder, alimentó el crecimiento de una vasta subclase, sumergió a millones de niños en la pobreza y causó una seria degradación ambiental. 

Tercero, la felicidad se logra a través de una estrategia equilibrada frente a la vida tanto de parte de los individuos como de las sociedades. Como individuos, no somos felices si se nos niegan nuestras necesidades elementales, pero tampoco somos felices si la búsqueda de mayores ingresos remplaza nuestra dedicación a la familia, los amigos, la comunidad, la compasión y el equilibrio interno. Como sociedad, una cosa es organizar las políticas económicas para que los niveles de vida aumenten, y otra muy distinta es subordinar todos los valores de la sociedad a la búsqueda de ganancias. 

Sin embargo, la política en Estados Unidos cada vez más permitió que las ganancias corporativas dominaran todas las demás aspiraciones: imparcialidad, justicia, confianza, salud física y mental y sustentabilidad ambiental. Los aportes corporativos a la campaña cada vez socavan más el proceso democrático, con la bendición de la Corte Suprema de Estados Unidos. 

Cuarto, el capitalismo global plantea muchas amenazas directas a la felicidad. Está destruyendo el medio ambiente natural a través del cambio climático y otros tipos de contaminación, mientras que una corriente implacable de propaganda de la industria petrolera hace que mucha gente desconozca esta situación. Está debilitando la confianza social y la estabilidad mental, mientras que la prevalencia de la depresión clínica aparentemente está en aumento. Los medios masivos se han convertido en lugares desde donde transmitir los "mensajes" corporativos, muchos de ellos manifiestamente en contra de la ciencia, y los norteamericanos padecen un creciente rango de adicciones de consumo. 

Consideremos de qué manera la industria de la comida rápida utiliza aceites, grasas, azúcar y otros ingredientes adictivos para crear una dependencia poco saludable de alimentos que contribuyen a la obesidad. Un tercio de los norteamericanos hoy son obesos. En definitiva, el resto del mundo seguirá sus pasos a menos que los países restrinjan las prácticas corporativas peligrosas, entre ellas la publicidad de alimentos adictivos y poco saludables para los jóvenes.

El problema no es sólo la comida. La publicidad masiva contribuye a muchas otras adicciones de consumo que implican grandes costos para la salud pública, entre ellas un tiempo excesivo frente al televisor, apuestas, consumo de drogas, tabaquismo y alcoholismo. 

Quinto, para promover la felicidad, debemos identificar los muchos factores más allá del PIB que pueden aumentar o reducir el bienestar de la sociedad. La mayoría de los países invierten para medir el PIB, pero gastan muy poco para identificar las causas de la mala salud (como la comida rápida y el tiempo excesivo frente al televisor), la caída de la confianza social y la degradación ambiental. Una vez que entendamos estos factores, podremos actuar. 

La búsqueda demencial de ganancias corporativas nos está amenazando a todos. Sin duda, deberíamos respaldar el crecimiento económico y el desarrollo, pero sólo en un contexto más amplio que promueva la sustentabilidad ambiental y los valores de la compasión y la honestidad que se necesitan para generar confianza social. La búsqueda de la felicidad no debería estar confinada al bello reino montañoso de Bután.
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martes, 19 de febrero de 2013

Esteroides: por la fama y la gloria

Por Alvin Reyes



Ya no es una sorpresa para nadie, es una noticia habitual en la prensa deportiva la de los jugadores acusados o culpables de dopaje. No bien nos estamos recuperando del caso de Lance Armstrong cuando estalla lo de la clínica de genética de Miami donde según reportes Alex Rodríguez, Nelson Cruz, Melky Cabrera y un grupo de astros del beisbol recibían inyecciones de esteroides.

Lo común cada vez que estallan los escándalos es que se  acuse de tramposos a los deportistas que consumen esteroides negándoles hasta el derecho de entrar al nicho de los inmortales, en el caso del beisbol o se les retiran los premios obtenidos en el periodo, como en el caso de Armstrong. Con toda la condena al ostracismo que esto conlleva.

Una parte de la sociedad se asombra entonces y se pregunta “cómo es posible que estos  muchachos incurran en esto?”. “No saben los riesgos para su salud que esto conlleva y que además puede costarle la carrera?”. Pero los que así razonan no toman en cuenta algo muy importante: desde el punto de vista de la sociedad en que vivimos el riesgo vale la pena.

Y para ilustrar lo que quiero decir usare el beisbol como ejemplo. Para un pelotero que tenga la capacidad de batear 275 de promedio, conectar 13 jonrones y empujar 55 carreras de manera natural el hecho de que, usando sustancias químicas, pueda elevar sus estadísticas de producción y batear 303, 37 jonrones y 106 carreras, este desarrollo puede significar decenas y cientos de millones. Veamos estos contratos:

PELOTEROS QUE MÁS DINERO GANAN EN LAS MAYORES
1) Alex Rodríguez (27,5 millones por años)
2) Ryan Howard (25 millones)
3) Cliff Lee (24 millones)
4) Albert Pujols (24 millones)
5) Prince Fielder (23,78 millones)




27 millones de dólares en un año y toda la fama y la gloria que eso conlleva es demasiada tentación. Los equipos deportivos, las marcas de ropas y de autos, etc, los contratos de las cadenas de televisión han creado una dinámica de contratos jugosos que han hecho que el consumo de esteroides sea un riesgo que no pocos atletas se atrevan a asumir.

Es cierto que el que consume sustancias es un tramposo pero también la cultura del éxito a toda costa que estamos viviendo hace que la tentación sea grande, además si los contratos deportivos no fueran tan exageradamente grandes todos nos beneficiaríamos. Cómo?.

Sencillo. Si el sueldo más alto que un equipo de beisbol pagase  fuera de 3 o 5 millones por año, una cantidad que cualquier profesional de cualquier carrera ya soñaría con ganar, las entradas a los estadios fueran más baratas, la comida y la bebida dentro del estadio costaría menos, los contratos de televisión fueran menores por lo que su factura de tele cable costaría unos pesos menos.

Pero como escribía el difunto y siempre recordado Tano Martino eso corresponde a la isla de la fantasía.

miércoles, 13 de febrero de 2013

La vida después del capitalismo

Por Robert Skidelsky. Publicado en Project Syndicate

LONDRES – En 1995, publiqué un libro llamado The World After Communism (El mundo después del comunismo). Hoy, me pregunto si habrá un mundo después del capitalismo.

Esa pregunta no está motivada por la peor crisis económica desde los años 1930. El capitalismo siempre sufrió crisis, y las seguirá sufriendo. Más bien, surge de la sensación de que la civilización occidental es cada vez más decepcionante, al cargar con un sistema de incentivos que son esenciales para acumular riqueza, pero que socavan nuestra capacidad para disfrutarla. El capitalismo puede estar cerca de agotar su potencial para crear una vida mejor –al menos en los países ricos del mundo. 

Por “mejor”, me refiero a mejor éticamente, no materialmente. Las ganancias materiales pueden continuar, aunque la evidencia demuestra que ya no hacen más feliz a la gente. Mi disconformidad es con la calidad de una civilización en la que la producción y el consumo de bienes innecesarios se convirtieron en la principal ocupación de la mayoría de la gente. 

Esto no pretende denigrar al capitalismo. Fue, y es, un sistema magnífico para superar la escasez. Al organizar la producción de manera eficiente, y dirigirla a la búsqueda del bienestar y no del poder, sacó a una gran parte del mundo de la pobreza. 

Sin embargo, ¿qué le pasa a un sistema así cuando la escasez se convirtió en abundancia? ¿Sigue produciendo más de lo mismo, estimulando apetitos hastiados con nuevos artilugios, entusiasmos y emociones? ¿Cuánto tiempo más puede continuar esto? ¿Nos pasamos el próximo siglo regodeándonos en la trivialidad?

Durante gran parte del siglo pasado, la alternativa al capitalismo era el socialismo. Pero el socialismo, en su forma clásica, falló –como debía suceder-. La producción pública es inferior a la producción privada por un sinnúmero de razones, sobre todo porque destruye la elección y la variedad. Y, desde el colapso del comunismo, no hubo ninguna alternativa coherente para el capitalismo. Más allá del capitalismo, parece ser, se extiende un paisaje de… capitalismo. 

Siempre hubo enormes interrogantes morales sobre el capitalismo, que podían dejarse a un lado porque el capitalismo siempre fue exitoso a la hora de generar riqueza. Ahora, cuando ya tenemos toda la riqueza que necesitamos, está bien que nos preguntemos si vale la pena incurrir en los costos del capitalismo. 

Adam Smith, por ejemplo, reconoció que la división de la mano de obra volvería más tonta a la gente al robarles las habilidades no especializadas. Sin embargo, pensaba que éste era un precio –posiblemente compensado por la educación- que valía la pena pagar, ya que la ampliación del mercado aumentaba el crecimiento de la riqueza. Esto lo convirtió en un ferviente defensor del libre comercio. 

Los apóstoles del libre comercio de hoy defienden el caso más o menos de la misma manera que Adam Smith, ignorando el hecho de que la riqueza se expandió enormemente desde los tiempos de Smith. Suelen admitir que el libre comercio cuesta empleos, pero arguyen que los programas de recapacitación ubicarán a los trabajadores en nuevos empleos, de “mayor valor”. Esto implica decir que aunque los países (o las regiones) ricos ya no necesitan los beneficios del libre comercio, deben seguir padeciendo sus costos. 

Los defensores del sistema actual responden: les dejamos esas elecciones a los individuos para que ellos decidan por sí mismos. Si la gente quiere bajarse de la cinta transportadora, es libre de hacerlo. Y, de hecho, cada vez son más los que “desertan”. La democracia, también, implica libertad para poner fin al mandato del capitalismo. 

Esta respuesta es fuerte pero ingenua. La gente no forma sus preferencias en una situación de aislamiento. Sus elecciones están enmarcadas por la cultura dominante de sus sociedades. ¿Se supone realmente que la constante presión para consumir no tiene ningún efecto en las preferencias? Prohibimos la pornografía y restringimos la violencia en televisión, con la idea de que afectan a la gente de manera negativa; sin embargo, ¿deberíamos creer que una publicidad irrestricta de bienes de consumo afecta sólo la distribución de la demanda, pero no el total?

Los defensores del capitalismo a veces sostienen que el espíritu de adquisividad está tan arraigado en la naturaleza humana que nada lo puede desplazar. Pero la naturaleza humana es un manojo de pasiones y posibilidades en conflicto. Siempre fue la función de la cultura (incluida la religión) la de fomentar algunas y limitar la expresión de otras. 

De hecho, el “espíritu del capitalismo” se metió en los asuntos humanos bastante tarde en la historia. Antes de eso, los mercados para comprar y vender estaban plagados de restricciones legales y morales. Una persona que dedicaba su vida a hacer dinero no era vista como un buen modelo a seguir. La ambición, la avaricia y la envidia estaban entre los pecados mortales. La usura (hacer dinero del dinero) era una ofensa contra Dios. 

Recién en el siglo XVIII la ambición se volvió moralmente respetable. Ahora se consideraba saludablemente prometeano transformar la riqueza en dinero y ponerlo a trabajar para ganar más dinero, porque al hacerlo uno estaba beneficiando a la humanidad. 

Esto inspiró el estilo de vida estadounidense, donde el dinero siempre habla. El fin del capitalismo significa simplemente el fin de la necesidad de escucharlo. La gente empezaría a disfrutar de lo que tiene, en lugar de siempre querer más. Uno puede imaginar una sociedad de tenedores de riqueza privados, cuyo principal objetivo es llevar una buena vida, no convertir su riqueza en “capital”.

Los servicios financieros se achicarían, porque los ricos no siempre querrían volverse más ricos. A medida que más y más gente empezara a sentir que tiene lo suficiente, uno podría esperar que el espíritu de ganar perdiera su aprobación social. El capitalismo habría hecho su trabajo y la motivación de ganar recuperaría su lugar en la galería de los canallas. 

La deshonra de la ambición es factible sólo en aquellos países cuyos ciudadanos ya tienen más de lo que necesitan. Y aún allí, mucha gente todavía tiene menos de lo que necesita. La evidencia sugiere que las economías serían más estables y los ciudadanos más felices si la riqueza y el ingreso estuvieran distribuidos de manera más equitativa. La justificación económica para las grandes desigualdades de ingresos –la necesidad de estimular a la gente para que sea más productiva- colapsa cuando el crecimiento deja de ser tan importante. 

Tal vez el socialismo no fue una alternativa para el capitalismo, sino su heredero. Heredará la tierra peor no quitándoles a los ricos sus propiedades, sino ofreciendo motivos e incentivos de comportamiento que no estén conectados con la mayor acumulación de riqueza.

sábado, 2 de febrero de 2013

La mirada electrónica



Juan Pablo Ringelheim Artículo publicado en www.revista-artefacto.com.ar.

El clásico cartel: “Sonría. Lo estamos filmando”, expresa una sencilla verdad que casi cualquier hombre comprende. Pero para un intelectual crítico no es fácil entender una sencilla verdad, a menudo sospecha de ella o la descifra como una ironía. Tal vez por esta razón para él sea incomprensible el aspecto terapéutico del cartel que nos anuncia que estamos siendo reconocidos, y que esto debe alegrarnos. Ante semejante buena noticia y sensato consejo el intelectual soltará un estornudo de tinta crítica provocado por la alergia que le da la llamada “vigilancia electrónica”. Las tecnologías informáticas y audiovisuales –pensará otra vez-, aumentan al máximo las posibilidades que tiene el poder de vigilarnos. El FBI o las agencias de marketing lo cubren todo con su ojo digital, nos observan día y noche como a Truman Burbank en The Truman Show.

Pero la verdadera mala noticia para ese intelectual es que su vida no le interesa a nadie y nadie lo mira. Y si alguien lo vigilara electrónicamente, pues bien, perdería el tiempo a lo bobo. Su vida es excepcionalmente aburrida: compra un libro aquí, paga con su tarjeta y queda registrado; toma un subte allá, y con la SUBE deja una huella; llega a su casa, tal vez telefonea a su madre, ¿será registrado?; navega, llena planillas burocráticas, deja cookies; quizá mira pornografía… ¿Quién se detendría un momento a vigilar tales cosas? ¿Qué conclusiones obtendría además de una sensación de pena por el ya súper domesticado espécimen intelectual? Se podría objetar que la vigilancia
electrónica no está destinada al intelectual crítico, sino al consumidor medio: pues bien, a este sujeto le encanta ser filmado y lo menos que debe hacer es responder con una sonrisa; y no está claro que no sea también un intelectual.

El mayor dolor del hombre contemporáneo resulta de la conciencia de su insignificancia. La existencia en las rutas de circulación urbana, la singularidad entre los dispositivos de información, el desempeño como actor secundario en el escenario de Facebook, y la propia identidad reducida a la de un “consumidor”, develan frecuentemente que su valor social es equivalente al de un bit transportado en Internet, si no menos. En la novela Ampliación del campo de batalla, el escritor francés Michel Houellebecq narra una muerte realista. El protagonista entra en un supermercado de París y ve un hombre tirado en el piso, de unos cuarenta años, cerca de las cajas; él sigue de largo para no mostrar curiosidad mórbida. Compra algunas cosas. Al llegar a la caja se entera que el hombre está muerto. Se pasa muy fácilmente al otro lado, piensa. “Habían envuelto el cuerpo en alfombras, o más probablemente mantas gruesas, atadas con cuerda muy apretada. Ya no era un hombre sino un paquete, pesado e inerte, y se estaba tomando disposiciones para el transporte. Y ahí acabó la cosa”. La fila continuó, él pagó el fiambre y el vino. La vida reducida a un paquete que debe ser transportado.

La conciencia de la propia insignificancia puede producir sensaciones de inseguridad, angustia, frustración, violencia, nada que no pueda verse en cualquier embotellamiento o detenimiento del flujo del transporte de información. El consumidor medio desearía estar siendo observado, valorado como persona, recuperando algo de la protección y seguridad que le brindaba la mirada de la madre. El cartel terapéutico: “Lo estamos filmando por su seguridad” también expresa una sencilla verdad. Ahora sabe que está siendo objeto de observación, de registro, y con suerte, de clasificación. Como cartel terapéutico es quizá parte de una política en salud mental destinada a recuperar la autoestima del usuario de las grandes ciudades. Excepto los hackers y los militantes de cualquier causa, es decir, las personas felices que no dudan llevar a cabo una vida necesaria, la mayor parte de los usuarios del país desean fervientemente ser registrados pues parten de la conciencia de la propia carencia de significado.

Es cierto que el capitalismo aún observa minuciosamente para obtener datos, sus sistemas de registro informáticos recogen en cada momento las huellas que nuestros cuerpos desprenden en sus circulaciones urbanas y de Internet. Pero esas huellas, como signos sin referentes, como simulacros, dejan de pertenecer a una persona para pasar a fluir en el río caótico de información. La agencia de marketing recompondrá no una persona (la persona ya no significa nada) sino un perfil. El perfil del consumidor es una división de la persona que ya ha dejado de ser individual para ser divisible: divisible en múltiples huellas que corresponden a otros tantos perfiles, que sólo interesan para delinear nuevas estrategias de mercado. Pero la vida de la persona sólo interesa en casos de celebridades integradas a la licuadora del espectáculo.

En una época de conciencia de la propia insignificancia, no es casual que Sergio Lapegüe esté a la medianoche: es la franja horaria de los programas terapéuticos. Te reconozco: seamos amigos. Prendé y apagá. Te estamos viendo detrás de esa cortina. Reconocemos también tu localidad. Sos muy importante para nosotros. La canción lo dice todo: Prende y apaga la luz/ necesito una señal/ para saber si esta noche/ te veo en el mismo lugar/ no me hagas esperar/ mi corazón está ansioso/ porque no ve una señal. TN no sólo vigila desde afuera y se mete por las ventanas, sino que sufre porque nos necesita. Al fin tenemos un significado. Una noticia edificante antes de ir a dormir.