LONDRES – En 1995, publiqué un libro llamado The World After Communism (El mundo después del comunismo). Hoy, me pregunto si habrá un mundo después del capitalismo.
Esa pregunta no está motivada
por la peor crisis económica desde los años 1930. El capitalismo
siempre sufrió crisis, y las seguirá sufriendo. Más bien, surge de la
sensación de que la civilización occidental es cada vez más
decepcionante, al cargar con un sistema de incentivos que son esenciales
para acumular riqueza, pero que socavan nuestra capacidad para
disfrutarla. El capitalismo puede estar cerca de agotar su potencial
para crear una vida mejor –al menos en los países ricos del mundo.
Por
“mejor”, me refiero a mejor éticamente, no materialmente. Las ganancias
materiales pueden continuar, aunque la evidencia demuestra que ya no
hacen más feliz a la gente. Mi disconformidad es con la calidad de una
civilización en la que la producción y el consumo de bienes innecesarios
se convirtieron en la principal ocupación de la mayoría de la gente.
Esto
no pretende denigrar al capitalismo. Fue, y es, un sistema magnífico
para superar la escasez. Al organizar la producción de manera eficiente,
y dirigirla a la búsqueda del bienestar y no del poder, sacó a una gran
parte del mundo de la pobreza.
Sin
embargo, ¿qué le pasa a un sistema así cuando la escasez se convirtió
en abundancia? ¿Sigue produciendo más de lo mismo, estimulando apetitos
hastiados con nuevos artilugios, entusiasmos y emociones? ¿Cuánto tiempo
más puede continuar esto? ¿Nos pasamos el próximo siglo regodeándonos
en la trivialidad?
Durante
gran parte del siglo pasado, la alternativa al capitalismo era el
socialismo. Pero el socialismo, en su forma clásica, falló –como debía
suceder-. La producción pública es inferior a la producción privada por
un sinnúmero de razones, sobre todo porque destruye la elección y la
variedad. Y, desde el colapso del comunismo, no hubo ninguna alternativa
coherente para el capitalismo. Más allá del capitalismo, parece ser, se
extiende un paisaje de… capitalismo.
Siempre
hubo enormes interrogantes morales sobre el capitalismo, que podían
dejarse a un lado porque el capitalismo siempre fue exitoso a la hora de
generar riqueza. Ahora, cuando ya tenemos toda la riqueza que
necesitamos, está bien que nos preguntemos si vale la pena incurrir en
los costos del capitalismo.
Adam
Smith, por ejemplo, reconoció que la división de la mano de obra
volvería más tonta a la gente al robarles las habilidades no
especializadas. Sin embargo, pensaba que éste era un precio
–posiblemente compensado por la educación- que valía la pena pagar, ya
que la ampliación del mercado aumentaba el crecimiento de la riqueza.
Esto lo convirtió en un ferviente defensor del libre comercio.
Los
apóstoles del libre comercio de hoy defienden el caso más o menos de la
misma manera que Adam Smith, ignorando el hecho de que la riqueza se
expandió enormemente desde los tiempos de Smith. Suelen admitir que el
libre comercio cuesta empleos, pero arguyen que los programas de
recapacitación ubicarán a los trabajadores en nuevos empleos, de “mayor
valor”. Esto implica decir que aunque los países (o las regiones) ricos
ya no necesitan los beneficios del libre comercio, deben seguir
padeciendo sus costos.
Los
defensores del sistema actual responden: les dejamos esas elecciones a
los individuos para que ellos decidan por sí mismos. Si la gente quiere
bajarse de la cinta transportadora, es libre de hacerlo. Y, de hecho,
cada vez son más los que “desertan”. La democracia, también, implica
libertad para poner fin al mandato del capitalismo.
Esta
respuesta es fuerte pero ingenua. La gente no forma sus preferencias en
una situación de aislamiento. Sus elecciones están enmarcadas por la
cultura dominante de sus sociedades. ¿Se supone realmente que la
constante presión para consumir no tiene ningún efecto en las
preferencias? Prohibimos la pornografía y restringimos la violencia en
televisión, con la idea de que afectan a la gente de manera negativa;
sin embargo, ¿deberíamos creer que una publicidad irrestricta de bienes
de consumo afecta sólo la distribución de la demanda, pero no el total?
Los
defensores del capitalismo a veces sostienen que el espíritu de
adquisividad está tan arraigado en la naturaleza humana que nada lo
puede desplazar. Pero la naturaleza humana es un manojo de pasiones y
posibilidades en conflicto. Siempre fue la función de la cultura
(incluida la religión) la de fomentar algunas y limitar la expresión de
otras.
De hecho, el
“espíritu del capitalismo” se metió en los asuntos humanos bastante
tarde en la historia. Antes de eso, los mercados para comprar y vender
estaban plagados de restricciones legales y morales. Una persona que
dedicaba su vida a hacer dinero no era vista como un buen modelo a
seguir. La ambición, la avaricia y la envidia estaban entre los pecados
mortales. La usura (hacer dinero del dinero) era una ofensa contra Dios.
Recién en el siglo XVIII
la ambición se volvió moralmente respetable. Ahora se consideraba
saludablemente prometeano transformar la riqueza en dinero y ponerlo a
trabajar para ganar más dinero, porque al hacerlo uno estaba
beneficiando a la humanidad.
Esto
inspiró el estilo de vida estadounidense, donde el dinero siempre
habla. El fin del capitalismo significa simplemente el fin de la
necesidad de escucharlo. La gente empezaría a disfrutar de lo que tiene,
en lugar de siempre querer más. Uno puede imaginar una sociedad de
tenedores de riqueza privados, cuyo principal objetivo es llevar una
buena vida, no convertir su riqueza en “capital”.
Los
servicios financieros se achicarían, porque los ricos no siempre
querrían volverse más ricos. A medida que más y más gente empezara a
sentir que tiene lo suficiente, uno podría esperar que el espíritu de
ganar perdiera su aprobación social. El capitalismo habría hecho su
trabajo y la motivación de ganar recuperaría su lugar en la galería de
los canallas.
La deshonra
de la ambición es factible sólo en aquellos países cuyos ciudadanos ya
tienen más de lo que necesitan. Y aún allí, mucha gente todavía tiene
menos de lo que necesita. La evidencia sugiere que las economías serían
más estables y los ciudadanos más felices si la riqueza y el ingreso
estuvieran distribuidos de manera más equitativa. La justificación
económica para las grandes desigualdades de ingresos –la necesidad de
estimular a la gente para que sea más productiva- colapsa cuando el
crecimiento deja de ser tan importante.
Tal
vez el socialismo no fue una alternativa para el capitalismo, sino su
heredero. Heredará la tierra peor no quitándoles a los ricos sus
propiedades, sino ofreciendo motivos e incentivos de comportamiento que
no estén conectados con la mayor acumulación de riqueza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario