lunes, 30 de mayo de 2011

El mundo y sus demonios


Por Carl Sagan

Yo fui niño en una época de esperanza. Quise ser científico desde mis primeros días de escuela. El momento en que cristalizó mi deseo llegó cuando capté por primera vez que las estrellas eran soles poderosos, cuando constaté lo increíblemente lejos que debían de estar para aparecer como simples puntos de luz en el cielo. No estoy seguro de que entonces supiera siquiera el significado de la palabra «ciencia», pero de alguna manera quería sumergirme en toda su grandeza. Me llamaba la atención el esplendor del universo, me fascinaba la perspectiva de comprender cómo funcionan realmente las cosas, de ayudar a descubrir misterios profundos, de explorar nuevos mundos... quizá incluso literalmente. He tenido la suerte de haber podido realizar este sueño al menos en parte. Para mí, el romanticismo de la ciencia sigue siendo tan atractivo y nuevo como lo fuera aquel día, hace más de medio siglo, que me enseñaron las maravillas de la Feria Mundial de 1939.Popularizar la ciencia —intentar hacer accesibles sus métodos y descubrimientos a los no científicos— es algo que viene a continuación, de manera natural e inmediata. No explicar la ciencia me parece perverso. Cuando uno se enamora, quiere contarlo al mundo. Este libro es una declaración personal que refleja mi relación de amor de toda la vida con la ciencia. Pero hay otra razón: la ciencia es más que un cuerpo de conocimiento, es una manera de pensar.

Preveo cómo será la América de la época de mis hijos o nietos: Estados Unidos será una economía de servicio e información; casi todas las industrias manufactureras clave se habrán desplazado a otros países; los temibles poderes tecnológicos estarán en manos de unos pocos y nadie que represente el interés público se podrá acercar siquiera a los asuntos importantes; la gente habrá perdido la capacidad de establecer sus prioridades o de cuestionar con conocimiento a los que ejercen la autoridad; nosotros, aferrados a nuestros cristales y consultando nerviosos nuestros horóscopos, con las facultades críticas en declive, incapaces de discernir entre lo que nos hace sentir bien y lo que es cierto, nos iremos deslizando, casi sin darnos cuenta, en la superstición y la oscuridad. La caída en la estupidez de Norteamérica se hace evidente principalmente en la lenta decadencia del contenido de los medios de comunicación, de enorme influencia, las cuñas de sonido de treinta segundos (ahora reducidas a diez o menos), la programación de nivel ínfimo, las crédulas presentaciones de pseudociencia y superstición, pero sobre todo en una especie de celebración de la ignorancia. En estos momentos, la película en vídeo que más se alquila en Estados Unidos es Dumb and Dumber. Beavis y Buttheadi siguen siendo populares (e influyentes) entre los jóvenes espectadores de televisión. La moraleja más clara es que el estudio y el conocimiento —no sólo de la ciencia, sino de cualquier cosa— son prescindibles, incluso indeseables. Hemos preparado una civilización global en la que los elementos más cruciales —el transporte, las comunicaciones y todas las demás industrias; la agricultura, la medicina, la educación, el ocio, la protección del medio ambiente, e incluso la institución democrática clave de las elecciones— dependen profundamente de la ciencia y la tecnología. También hemos dispuesto las cosas de modo que nadie entienda la ciencia y la tecnología. Eso es una garantía de desastre. Podríamos seguir así una temporada pero, antes o después, esta mezcla combustible de ignorancia y poder nos explotará en la cara.Una vela en la oscuridad es el título de un libro valiente, con importante base bíblica, de Thomas Ady, publicado en Londres en 1656, que ataca la caza de brujas que se realizaba entonces como una patraña «para engañar a la gente». Cualquier enfermedad o tormenta, cualquier cosa fuera de lo ordinario, se atribuía popularmente a la brujería. Las brujas deben existir: Ady citaba el argumento de los «traficantes de brujas»: «¿cómo si no existirían, o llegarían a ocurrir esas cosas?» Durante gran parte de nuestra historia teníamos tanto miedo del mundo exterior, con sus peligros impredecibles, que nos abrazábamos con alegría a cualquier cosa que prometiera mitigar o explicar el terror. La ciencia es un intento, en gran medida logrado, de entender el mundo, de conseguir un control de las cosas, de alcanzar el dominio de nosotros mismos, de dirigirnos hacia un camino seguro. La microbiología y la meteorología explican ahora lo que hace sólo unos siglos se consideraba causa suficiente para quemar a una mujer en la hoguera. Ady también advertía del peligro de que «las naciones perezcan por falta de conocimiento». La causa de la miseria humana evitable no suele ser tanto la estupidez como la ignorancia, particularmente la ignorancia de nosotros mismos. Me preocupa, especialmente ahora que se acerca el fin del milenio, que la pseudociencia y la superstición se hagan más tentadoras de año en año, el canto de sirena más sonoro y atractivo de la insensatez. ¿Dónde hemos oído eso antes? Siempre que afloran los prejuicios étnicos o nacionales, en tiempos de escasez, cuando se desafía a la autoestima o vigor nacional, cuando sufrimos por nuestro insignificante papel y significado cósmico o cuando hierve el fanatismo a nuestro alrededor, los hábitos de pensamiento familiares de épocas antiguas toman el control. La llama de la vela parpadea. Tiembla su pequeña fuente de luz. Aumenta la oscuridad. Los demonios empiezan a agitarse.

Extraído del libro “El mundo y sus demonios” de Carl SaganEnlace

viernes, 27 de mayo de 2011

Entrevista a Paul Virilio: politica, velocidad, miedo.


Por Eduardo Febbro Publicado en: Red filosofica del Uruguay

Desde París

La velocidad destruye. En una suerte de paradoja vinculante donde se combinan el progreso y la catástrofe, la velocidad y su corolario de soportes técnicos han interconectado al mundo al mismo tiempo que creado una peligrosa simultaneidad de emociones. Esta es la tesis central que, con una anticipación sorprendente, viene argumentando el urbanista y pensador francés Paul Virilio. Antes de que la extrema velocidad de Internet se instalara en la vida cotidiana de casi todo el planeta, Paul Virilio intuyó el riesgo intrínseco en el corazón de esa hipercomunicación y los desa-rreglos profundos que acarrean el desarrollo tecnológico y la velocidad. La férrea crítica que Paul Virilio despliega le valió el apodo de “pensador y promotor de la catástrofe”. El intelectual francés, hijo de un comunista italiano refugiado, no niega sin embargo la validez de los progresos, sino que propone una suerte de reflexión sobre el tiempo, una filosofía política para pensar y controlar la velocidad. Hombre afable, de frases cortas y contundentes, Virilio acota que “la velocidad de las transmisiones reduce el mundo a proporciones ínfimas”, al tiempo que la rapidez reemplazó la uniformización de las opiniones por “la uniformización de las emociones”. Para Virilio, los conceptos de democracia y derechos humanos están en peligro. El uso actual de la tecnología conduce a una reactualización del totalitarismo. La velocidad es poder, poder de destrucción, poder que inhibe la posibilidad de pensar. En su último libro, La administración del miedo, el ensayista francés apunta hacia otro de los mecanismos de control político con que el poder gestiona las sociedades humanas: el miedo. Miedo a la bomba atómica, miedo al terrorismo, y el miedo verde, el temor ante el agotamiento de los recursos naturales y al desastre ecológico. Muchas de las ideas enunciadas por Paul Virilio casi a finales de los años ’70 se vieron repentinamente actualizadas con los atentados del 11 de septiembre. Las sociedades escatológicas anticipadas por el autor, la camisa de fuerza tecnológica que los Estados pusieron en los individuos, la velocidad como factor totalitario y adormecedor, la irreflexión de los medios y el flujo interrumpido de imágenes y emociones tan instantáneas como universales pasaron a formar parte de nuestra realidad. Televigilancia, trazabilidad de los individuos, control de la información, procedimiento de simulación de la realidad para tapar lo real no son ideas negras sino la luminosa realidad que nos encandila. Virilio propone un antídoto irónico: crear un “Ministerio del Tempo” para, como en la música, regular los ritmos de la vida.

La dictadura de la velocidad

–Usted se interesó de forma muy temprana en el fenómeno de la velocidad, incluso antes de que su realidad irrumpiera en nuestro mundo. Uno de sus libros más famosos, Velocidad y política, data de 1977. ¿Qué lo llevó a intuir con tanta anticipación que la velocidad iba a convertirse en un actor central de la vida humana, al que usted llama “una potencia de destrucción”?

–Hay dos elementos. Yo nací en el año ’38 y, por consiguiente, soy hijo de la Segunda Guerra Mundial. En ese contexto encontramos dos datos que me marcaron mucho. Lo que se llamó “la guerra relámpago” y la Shoá. No se puede comprender nuestra época sin la clarividencia funesta de la guerra total, es decir la exterminación masiva de las poblaciones civiles durante los bombardeos, y también en los campos de concentración. Lo que vivimos hoy se desprende de la importancia de la velocidad en estos acontecimientos. El revés del ejército polaco, el revés del ejército francés y los países invadidos en pocos días son un reflejo de esa velocidad. Soy entonces un hijo de esa guerra relámpago, de la guerra en alta velocidad. Todo mi trabajo y el interés que presté a la aceleración me llevaron a comprender hasta qué punto la velocidad era un elemento determinante de la historia moderna, es decir, de la historia de la Revolución Industrial.

–Usted sugiere que hoy estamos bajo una suerte de dictadura de la velocidad.

–Totalmente, y tanto más cuanto que hemos pasado de la velocidad móvil, es decir de la velocidad de los tanques, de los autos y de los aviones supersónicos, a la velocidad de la luz, a la velocidad de las ondas electromagnéticas. Estas ondas vehiculan la información, las comunicaciones, y, sobre todo, la interactividad. Esto significa que nuestra sociedad no es una sociedad activa sino interactiva, o sea, la sociedad actual pone en funcionamiento la velocidad de las ondas electromagnéticas para interactuar. No se puede comprender la globalización sin esta aceleración absoluta en todos los campos, incluido el campo financiero. La crisis financiera mundial que estalló en 2008 no es sólo un problema financiero, sino un derivado de la velocidad. Las cotizaciones automatizadas entre bancos, realizadas por plataformas automáticas, jugaron un papel central en la crisis. El factor de todo esto ha sido la velocidad: la velocidad domina, la velocidad de la luz, de las ondas se impusieron sobre la velocidad de los móviles, del transporte, de los medios de transmisión tradicionales. Es imposible comprender la realidad del mundo sin esta configuración. En los años ’40 se hablaba de la aceleración de la historia, hoy estamos ante la aceleración de lo real, la aceleración de la realidad. Todos los sectores de nuestra civilización están afectados por la aceleración de lo real. Es una evidencia que aún no ha sido reconocida plenamente.

–Hannah Arendt decía que la dictadura se plasma en una suerte de velocidad del movimiento.

–El terror es la concretización de la ley del movimiento. El terror es indisociable de la velocidad. La temática de la velocidad es también la cuestión de la sorpresa, y la sorpresa es el miedo. Cuando alguien nos toma por sorpresa decimos “ay, qué susto me diste”. La velocidad absoluta y la sorpresa están íntimamente ligadas. Se trata de un fenómeno de pánico, un fenómeno que se refiere al terror. Nuestra época es muy singular. Nuestra percepción del tiempo y de las distancias ha sido trastornada. La Tierra es demasiado estrecha para cualquier forma de progreso. La velocidad de las transmisiones reduce el mundo a proporciones ínfimas.

La sincronización de las emociones

–Otra de las características que usted pone de relieve en nuestra modernidad, o en nuestra actualidad, es la sincronización de las emociones. Todos sentimos casi lo mismo, en el mismo momento.

–Absolutamente. Las sociedades de antes estaban bajo el signo de la estandarización de las opiniones. Si tomamos como referencia la Revolución Industrial nos encontramos con la estandarización de los productos, lo que llamamos la industria, y también de las opiniones. A través del desarrollo de la prensa y de los medios de comunicación se operó una uniformización de las opiniones públicas. Ahora, hoy, con la interactividad, ya no se trata más de la uniformización de las opiniones, sino de la sincronización de las emociones. Estamos ante una sociedad en donde la comunidad de emociones reemplaza la comunidad de intereses. Se trata de un acontecimiento político prodigioso. Las sociedades vivieron bajo el régimen de la comunidad de intereses, de allí la estructura de las clases sociales, los ricos y los pobres, el marxismo, etc., etc. Hoy vivimos bajo el régimen de una comunidad de emoción, estamos en lo que he llamado un comunismo de los afectos: resentir la misma emoción, en el mismo instante. El 11 de septiembre de 2001, delante de una catástrofe telúrica equivalente a un terremoto o un tsunami, el planeta estuvo en la misma sintonía de emoción. Es un acontecimiento político inédito en la historia de la humanidad. Se trata de un acontecimiento pánico que pone en tela de juicio la democracia. La tiranía del tiempo real representa una amenaza considerable que no ha sido tomada en cuenta. Se hacen bromas sobre la telerrealidad y esas cosas, pero este fenómeno nada tiene que ver con la telerrealidad. ¡Ocurre que se ha llegado a sincronizar a la misma realidad!

–¿En qué sentido esta sincronización de las emociones pone en peligro la democracia?

–La democracia es la reflexión común y no el reflejo condicionado. No existe opinión política sin una reflexión común. Pero hoy lo que domina no es la reflexión sino el reflejo. Lo propio de la instantaneidad consiste en anular la reflexión en provecho del reflejo. Cuando me invitan a un debate en la televisión, me dicen: “Qué bien, usted trabaja desde el año ’77 en los fenómenos de velocidad. Tiene un minuto para explicarme todo eso”. No es posible. Estamos ante un fenómeno reflejo, pero la democracia reflejo es una imposibilidad, no existe. Lo mismo ocurre con la confianza. Las Bolsas están en crisis, porque hay una crisis de la confianza. ¿Y por qué hay una crisis de confianza? Porque la confianza no puede ser instantánea. La confianza en un sistema político o financiero no es automática. La opinión tampoco puede ser instantánea. Ahora bien, los sistemas administrados por los políticos, incluido el sistema financiero, son fenómenos que tienden hacia el automatismo. La automatización es todo lo contrario de la democratización.

La lentitud y la aceleración

–Podemos pensar que existen dos mundos paralelos: el mundo de la lentitud, el mundo primitivo, que está fuera de la burbuja tecnológica, y el mundo de la velocidad, el mundo desarrollado expuesto sin freno a la atracción de la velocidad.

–En primer lugar, quiero decir que el mundo de la velocidad instantánea conduce a la inercia. De alguna manera, la lentitud de las sociedades antiguas anuncia la inercia de las sociedades futuras. La rapidez absoluta conduce a la inercia y la parálisis. La interactividad prescinde del desplazamiento físico y de la reflexión, por consiguiente, el incremento constante de la velocidad nos llevará a la inercia. El problema ya no concierne tanto a la lentitud o la velocidad, sino que concierne a la inteligencia del movimiento. Cuando me preguntan “¿Acaso hay que aminorar?, yo respondo: No, hay que reflexionar”.

–¿Y cuál es el punto central de esa reflexión?

–Debemos reflexionar sobre el ritmo. Como en la música, nuestra sociedad debe reencontrarse con el ritmo. La música encarna perfectamente una política de la velocidad. A través de los tempos, el ritmo, la música es la encarnación misma de la política de la velocidad. Debemos elaborar una musicología de la vida. El problema no consiste tanto en aminorar la velocidad, sino en inventar ritmos sociales, políticos o económicos que funcionen. De lo contrario terminaremos en la inercia, es decir, en la lentitud y la parálisis más grandes que las de las sociedades del pasado, las sociedades sedentarias, rurales. De hecho, no necesitamos una visión revolucionaria sino una suerte de fuerza de revelación.

–Las reglas del juego planteadas hoy tornan, sin embargo, imposible retroceder ante la velocidad.

–Yo no expongo un trabajo retrospectivo sobre el bienestar del pasado, sino una reflexión sobre el porvenir. Soy un progresista. Por ello no hablo de desacelerar sino de elaborar una inteligencia del movimiento, una suerte de economía política de la velocidad. Esto consiste en reencontrarse con el tempo. El descontrol del tempo hizo volar en pedazos el sistema de producción y de trabajo. Las consecuencias de esta desregulación del tempo las constatamos en la empresa France Telecom, donde los empleados se suicidan. Nos falta el ritmo. Todas las sociedades antiguas eran rítmicas: estaban la liturgia, las fiestas, las estaciones, la alternancia del día y de la noche, el calendario, etc., etc. Pero con la aceleración de lo real hemos perdido esta organización rítmica. Vivimos en una sociedad caótica. La velocidad redujo el mundo a nada. El mundo es demasiado pequeño para el progreso, demasiado pequeño para la instantaneidad, la ubicuidad. Esta es una de las grandes cuestiones políticas y uno de los grandes planteos de mañana en materia de derechos humanos.

El control del mundo por el miedo

–Su último libro, La administración del miedo, le agrega a la velocidad otro factor de control: usted afirma allí que el miedo es un arte para gobernar.

–Estamos ante un acontecimiento cósmico. La raíz del miedo es lo que se llamó el equilibrio del terror, el miedo al fin del mundo engendrado durante la Guerra Fría. Podemos decir que el primer gran miedo de destrucción masiva tiene 40 años y remonta al proyecto de instalación de misiles en Cuba, en los años ’60. En 2001 entramos en otra fase, que es el desequilibrio del terror. De pronto, con los atentados del 11 de septiembre, el desequilibrio se convierte en un terrorismo ciego, que puede golpear en cualquier momento y en cualquier lugar con una potencia colosal. Aún nos encontramos en ese desequilibrio del terror. Un puñado de individuos desarmados puede causar tanto daño como un ejército. Un grupo de hombres puede así provocar desastres considerables con un mínimo de medios. El tercer gran miedo que nos acecha es el del agotamiento de los recursos naturales. La Tierra es demasiado pequeña para el progreso y sus recursos pueden ser insuficientes de cara al porvenir. Vivimos con esos miedos. La angustia, la desesperanza, el carácter suicidario de muchos jóvenes tienen mucho que ver con esta dominación del miedo sobre nuestras conciencias. Nos enfrentamos a un fenómeno de pánico globalizado.

–Usted tiene una interpretación diferente de la ecología, muy crítica. No la califica como una ideología totalitaria, pero sí con los rasgos de un instrumento que está ahí para dar miedo.

–El miedo ecológico se suma al miedo que engendró la Guerra Fría, al miedo que instaló el terrorismo. No estoy en contra de la ecología, para nada. La ecología es necesaria para preservar la Tierra. Pero no se puede aceptar lo que plantea el discurso ecológico actual, es decir, una suerte de difusión de miedo global. No olvidemos que existe una constante: ¡siempre se infunde miedo en nombre del bien! Hay que evitar eso. Los ecologistas están tentados de convencer mediante el miedo. El discurso ecológico debe imperativamente ampliar su campo y relacionar la ciencia del medio ambiente con la filosofía, con las ciencias humanas, con la democracia. Detrás de la ecología hay una ideología amenazante, que es la del espacio vital. Cuando se piensa en el nazismo se lo asocia con el racismo, pero no con la dimensión del espacio vital. Los nazis ponían carteles que decían: “Bosque prohibido a los judíos”. Se trataba de un espacio vital. Si queremos una ecología humana, humanitaria, debemos desconfiar de la dimensión vitalista propia al nazismo. No estoy en contra de la ecología, para nada. Pero, como hijo de la guerra total, recuerdo esa noción de espacio vital que fue el resorte de la Segunda Guerra Mundial.

–La gestión del miedo –a la bomba, al desastre ecológico, al terrorismo, al de-sempleo, al inmigrante, a la inseguridad– se ha vuelto el principal instrumento de gestión política. De esa estrategia nació otra amenaza: la vigilancia, el seguimiento, la trazabilidad de los individuos.

–Ello explica el desarrollo de la televigilancia, las propuestas para recabar las huellas de los individuos. Hasta podemos pensar que, mañana, la noción de identidad, de documento de identidad, será remplazada por la trazabilidad de las personas. Una vez que se controlan todos los movimientos de un individuo, la cuestión de su identidad pierde todo interés. Basta con recabar informaciones sobre sus movimientos y la velocidad para localizar la persona o el producto. La trazabilidad es un elemento inquietante de la vigilancia. El miedo siempre ha sido un instrumento para gobernar.

–En La administración del miedo usted resalta que la propaganda en torno de ese gran Eldorado que son las nuevas tecnologías es también vector del miedo porque duerme a la gente.

–Albert Einstein decía: “Nuestra tecnología sobrepasó nuestra humanidad”. Resulta obvio que las tecnologías representan hoy una amenaza en la medida en que no controlamos el progreso. Los adelantos tecnológicos han dejado de estar controlados por la humanidad.

–A fuerza de velocidad, de miedo, de tecnología, de metas eficaces, de aspiración a resultados, de estrategias de gestión, el sueño tecnológico de un ser humano mejor desembocó en una humanidad amenazada por las propias máquinas que crea.

–Sí, sin dudas. El hombre empieza a estar de más. Asistimos ahora a una reactivación económica sin empleo. Ya se habla de inactivos crónicos y no de desempleados coyunturales. La carrera hacia la productividad reemplaza a los productores, es decir, el trabajo del ser humano. Nuestra civilización está amenazada. El respeto de los derechos humanos está en tela de juicio. Necesitamos un esquema de pensamiento distinto para evitar la catástrofe. Nos hace falta elaborar un pensamiento político de la velocidad.

martes, 24 de mayo de 2011

ELOGIO A LA MAQUINA


Por Alvin Reyes

La ciencia y la técnica forman dos mundos independientes pero relacionados. La máquina era una falsificación de la naturaleza, regulada y controlada por la mente de humana. La cuestión era que la invención se había convertido en deber y deseo de usar nuevas maravillas de la técnica, la necesidad de invención era un dogma, y el ritual de la rutina mecánica era el elemento de unión en la fe. Tras su aparición, la máquina se justificó a sí misma apoderándose de sectores de la vida descuidados en su ideología”. Lewis Mumford

El hombre se despertó, el sonido de una versión electrónica de una melodía de Mozart le trajo de vuelta desde el mundo de los sueños. Tomó en sus manos la pequeña maquina cuadrada que producía el sonido, la misma máquina asombrosa que le permitía hablar y compartir información con otros hombres, siempre que estuviesen dotados de artefactos similares. Sentado en la cama acercó un mando a distancia y por medio de un hilo invisible detuvo la fabulosa maquina acondicionadora de aire, que le permitía dormir fresco mientras afuera quemaba el calor tropical. Segundos después el hombre tomo otro artilugio electrónico y, de nuevo usando la magia de la invisibilidad, encendió una de las máquinas más fabulosas.

El aparato rectangular brilló y las imágenes y el sonido brotaron de aquella maravilla de la inventiva, la cual se potenciaba porque unida a ella estaba conectada otra pequeña máquina en forma de cajita cuadrada que conectada a una máquina-antena sobre su techo le traía, desde miles de kilómetros, imágenes del mundo entero. Y así en pocos minutos, el hombre se enteró de cosas que pasaban lejos de la tranquilidad de su casa por medio de la magia de los satélites. Se dirigió después a su cuarto de baño donde un pequeño aparatito que zumbaba como un abejón le quita la barba de tres días. Que fabulosos era contar con todas estas maravillas de la ciencia del hombre.

Ya vestido para el trabajo otra máquina eléctrica le preparó un café que degustó mientras ignoraba cuantas maquinas se habían puesto en movimiento para que a esa hora de la mañana el disfrutara de ese aromático café. Salió de su apartamento sin preocuparse de los cinco pisos que debía descender porque un aparato ascensor lo llevaría cómodamente a la superficie.

Y entonces debajo del edifico donde vivía estaba el aparcamiento donde se guardaba una de las maquinas supremas. Una de los ingenios mecánicos más admirando por este y todos los hombres. La de nuestro personaje era particularmente hermosa, estilizada, un todo terreno equipada con todos los artilugios y juguetes que solo la ciencia del hombre podría inventar para que el desplazarnos sobre el planeta no sea un mero recorrido de distancia, sino un placer al que todos teníamos derecho. Millares de horas hombres y horas maquina se han invertido en el desarrollo de este portento de comodidad y lujo para que este y otros hombres disfruten del placer de conducir por la calles de la ciudad. Orgulloso trepó a su máquina y por medio otra vez del dominio de las leyes del electromagnetismo abrió la puerta de la calle sin descender de su vehículo. Y salió al mundo.

Las calles estaban atestadas de máquinas similares a las de nuestro héroe, mientras se movía lentamente entre las demás máquinas, cuyos movimientos eran regulados por máquinas que cambiaban de colores a intervalos regulares, el hombre pensaba en su incómoda situación al ir atento al volante, pensaba que los ingenieros de las fábricas de máquinas-automotoras debían diseñar maquinas capaces de dirigirse, previa programación, al lugar de destino mientras él podía tranquilamente leer el periódico o usar su máquina computadora portátil sin preocuparse de las demás maquinas, si, posiblemente ya los ingenieros estaban pensando en eso, ese era su trabajo, pensar a diario en nuestra comodidad, cada día debían de hacernos la vida más fácil, ese era el fin último de la tecnología.

Los párrafos descritos arriba parecen ser el sueño que describieron en sus novelas Isaac Asimov y H. G. Wells, pero no es ficción, es el mundo real, es el ahora. Deje de leer estas líneas un momento y mire a su alrededor. Lo primero es que si está leyendo esto usted está dotado de una máquina-computadora o lo está leyendo desde, como les gusta decir a muchos, un dispositivo móvil, o, si está más en la “onda” desde un Ipad. Puede estar en un ambiente de aire acondicionado o al menos las aspas de un abanico le refrescan el calor de Santo Domingo o de la ciudad donde se encuentre, porque gracias a las maquinas esta página ha sido leída hasta en la Republica Checa.

No estoy en contra de la máquina, en cuanto máquina. Desde la revolución industrial el hombre ha dado pasos tecnológicos gigantes que han acortado distancias, se han descubierto variedades de alimentos que han paliado el hambre, en medicina, por ejemplo no sabemos hasta donde se pueda llegar con las células madre, o sea la tecnología llegó, vive con nosotros eso es innegable, y si yo pretendiera aquí a que volviéramos a las cavernas sería más que un inepto. Pero esa misma técnica nos ha traído también grandes dolores, veamos como lo resume Ernesto Sabato: “Pero en cuanto levantaba la cabeza de los logaritmos y sinusoides, encontraba el rostro de los hombres. En 1938 trabajaba en el Laboratorio Curie, de París. Me da risa y asco contra mí mismo cuando me recuerdo entre electrómetros, soportando todavía la estrechez espiritual y la vanidad de aquellos dentistas, vanidad tanto más despreciable porque se revestía siempre de frases sobre la Humanidad, el Progreso y otros fetiches abstractos por el estilo; mientras se aproximaba la guerra, en la que esa Ciencia, que según esos señores había venido para liberar al hombre de todos sus males físicos y metafísicas, iba a ser el instrumento de la matanza mecanizada”. (Ernesto Sabato. Hombres y engranajes. Reflexiones sobre el dinero, la razón y el derrumbe de nuestro tiempo).

Esa tecnología que glorificamos, ahora como nunca, también se ha utilizado para sembrar la muerte y la desolación, en el pasado como ahora. Dice Albert Speer en sus memorias que la enormidad de los hechos cometidos por Hitler se debió a que este se aprovechó de la técnica para masificarlos.

En este momento hay una peligrosa glorificación de la máquina, antes se decía “tanto tienes tanto vales” ahora es cuantos juguetes tienes, eso vales. Las personas que por alguna razón, sea económica o por decisión propia, tiene un equipo celular móvil de al menos un año de antigüedad se le denosta con “un estas atrás” o “estas quedao”. Como es posible que una sociedad se deshumanice al punto de ver la calidad de vida de una persona por el celular que tiene o por el tipo de vehículo que conduce. Fíjense que él diseño de los autos todo terreno está hecho de tal forma que producen la imagen de grandeza, fíjense si no, en una Hummer, un vehículo monstruoso cuyo único objetivo es humillar. Repito las maquinas son importantes en nuestra vida, pero no al punto de convertirlas en dioses.

Quiero terminar dejando esta reflexión de un hombre que estuvo en el centro del conflicto más terrible del siglo XX y quizá de toda la historia de la humanidad. Me refiero al arquitecto Albert Speer, arquitecto del tercer Reich, primero, y luego Ministro de Armamento y Producción Bélica del Reich, el tribunal de Núremberg le condenó a 20 años de cárcel en la prisión de Spandau:

Cuanto más se tecnifique al mundo mayor es el peligro…Como antiguo ministro de unos armamentos altamente desarrollados, es mi último deber constatar aquí que una nueva gran guerra acabaría destruyendo toda cultura humana y toda civilización. Nada impediría a una técnica y una ciencia que hubiesen escapado a nuestro control consumar la obra de aniquilación del ser humano que han iniciado ya en esta guerra tan terrible……Todos los estados del mundo corren el riesgo de caer bajo el terrorismo de la técnica….Por lo tanto cuanto más se tecnifique el mundo será más necesario que, en contrapartida, se fomente la libertad individual y el respeto de cada hombre hacia su propia dignidad……El complicado aparato del mundo moderno puede, mediante impulsos negativos que se incrementan mutuamente, descomponerse de forma irremisible. Ninguna voluntad humana podría detener esa evolución si el automatismo del progreso diera otro paso en su marcha hacia la despersonalización del hombre y lo privara cada vez más de la responsabilidad de sus propios actos”. (Albert Speer. Memorias. Editorial Acantilado. 2008. Pags.923-924,929)

lunes, 23 de mayo de 2011

Saber vivir


Escrito por: FIDEL MUNNIGH para HOY

La vida es elección y renuncia inevitables, inaplazables. A cada momento nos vemos enfrentados al drama de elegir y renunciar, y a tener que sufrir las consecuencias de estos actos. Si hemos elegido vivir (o mejor, seguir viviendo, puesto que no hemos escogido la vida: nos ha sido impuesta), de lo que se trata entonces es de saber vivir. Y éste es un arte como otro cualquiera. Más aún: es el único arte que en verdad importa o debería importar.

¿Qué sería mejor: vivir, a secas, o vivir bien? La respuesta luce evidente: vivir bien, saber vivir. Aclaro de inmediato que por vivir bien entiendo el vivir conforme a la sabiduría, no el vivir cómodamente, y que con “saber vivir” no me refiero exclusivamente al savoir-vivre de los franceses, que consiste en un saber mundano, en la facultad del trato social con miras al éxito.

Hoy se pretende que el sentido de la vida está en la comodidad, y es claro que no puede estar allí. Pues si estuviese allí, ¿cómo explicar entonces que a tanta gente que vive en el confort le invada el hastío de la vida, ese hartazgo mortal que en ocasiones termina poniéndole fin a la existencia? El suicidio de un rico o acomodado basta para probar que no se debe buscar el sentido de la vida en la comodidad. Nadie se salva del universal taedium vitae, de aquel hastío de vivir que ataca al tirano Macbeth antes de la derrota final, nadie, a menos que se asuma la vida con profunda alegría. La cuestión, una vez más, no está sólo en vivir, sino en vivir sabiamente.

Hay quienes creen hallar respuesta a la vida en el desenfreno y el vértigo. Recuerdo este lema: “Live fast, love hard, die young” (“Vive rápido, ama fuerte, muere joven”). El lema resume toda una filosofía de vida de una parte de la juventud occidental. Se convirtió en divisa emblemática de muchos hippies, los jóvenes rebeldes norteamericanos de los años sesenta y setenta que bailaban y bebían y se emborrachaban y se amaban y se drogaban y se oponían a la guerra y rechazaban todas las convenciones sociales.

Cantantes de rock famosos como Jimi Hendrix, Janis Joplin y Jim Morrison la hicieron suya. Curiosamente, igual que tantos otros, murieron por excesos en plena juventud (los tres J forman el llamado “club de los 27”, edad que contaban al momento de su muerte). Coherentes con la fórmula que les inspiraba, supieron llevarla hasta sus últimas consecuencias. Despreciaban esta existencia burguesa. Tenían prisa por vivir al máximo y querían acabar pronto. ¿Por qué dilatar esta vida absurda si dilatarla, como escribe Borges, “es dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes”? ¿No es indiferente el durar, pues como dice Camus morir a los treinta años o a los sesenta importa poco?

Sin embargo, aniquilarse nunca será una respuesta decorosa a la cuestión esencial de vivir. Suprimirse es más bien una salida desesperada que expresa la voluntad de muerte que vive en todos nosotros. Al final del trayecto se descubre la trampa mortal: una vida de excesos no equivale a una vida más intensa ni más plena. De ahí resulta posible derivar una ética elemental pero certera: es bueno todo aquello que contribuye a afirmar y conservar la vida; es malo todo aquello que sirve para aniquilarla.

¿Qué hacer, pues, con esta vida única e irrepetible que nos ha sido dada sin que la hayamos pedido y que estamos llamados a vivir y enriquecer? Sólo puedo ensayar una respuesta. Hela aquí: asumirla plenamente, con responsabilidad y entereza, con pasión y alegría, pero sin esa aburrida seriedad mortal que todo lo complica y que expulsa de la vida el humor, la risa, la ironía.

Por eso creo que se equivocan por igual los neuróticos del deber y las obligaciones como los frívolos que rehúyen todo tipo de responsabilidades. Tomar la vida muy en serio es tan perjudicial como tomarla demasiado a la ligera. Ignorar que en la vida hay muy pocas cosas que merezcan realmente ser tomadas en serio es una falta imperdonable. Los que sólo piensan en la vida eterna se olvidan de la eterna vivacidad. Rechazan la tierra y esta vida mortal en nombre de un cielo prometido y una vida futura. No saben vivir en presente. Son amargados incapaces de ser felices aquí y ahora. Pero este aquí y ahora es nuestra única circunstancia, nuestra situación existencial, nuestra verdad incontrovertible, pues no hay otro lugar ni otro tiempo que el que nos ha tocado. Aun con sus carencias y miserias, azaroso, el presente constituye nuestra única posibilidad inmediata de plenitud.

Sabemos lo doloroso que es aprender a vivir. El arte de vivir (que no se enseña, ni se transmite, sino que lo debe aprender cada uno, pero en relación con los otros) quizá sea comparable al método de “trial and error”: se aprende por tanteo, por ensayo y error. Pruebo, me equivoco; pruebo de nuevo, acierto. Aprender de nuestros errores es ya un buen principio de sabiduría.