miércoles, 23 de enero de 2013

El ministro de Finanzas japonés pide a los ancianos que 'se den prisa en morir'



Publicado en Elmundo.es.
Taro Aso. Ministro de finanzas japones

El nuevo Gobierno japonés de Shinzo Abe apenas ha tardado un mes en ser noticia. El primer ministro, cuyos principales retos son enderezar la economía del país, al borde de la recesión, definir su modelo energético y apurar la reconstrucción de las zonas devastadas por el tsunami de 2011, ha visto este lunes cómo el titular de Finanzas llevaba hasta límites intolerables la política de austeridad del Ejecutivo.

Taro Aso, responsable del área económica, pidió a los ancianos del país que "se den prisa en morir" para que de esta manera el Estado no tenga que pagar su atención médica. Dichas declaraciones han sido recibidas como un insulto en un país con una sensibilidad especial hacia la tercera edad y donde casi una cuarta parte de sus 128 millones de habitantes son mayores de 60 años. Se calcula que la proporción aumentará hasta el 40% en los próximos 50 años.

"Dios no quiera que ustedes se vean obligados a vivir cuando quieran morir. Yo me despertaría sintiéndome mal sabiendo que todo [el tratamiento] está pagado por el Gobierno", dijo Aso durante una reunión del Consejo Nacional sobre la reforma de la Seguridad Social, según informa el diario británico 'The Guardian'. "El problema no se resolverá a menos que ustedes se den prisa en morir", remachó.

Aso, de 72 años de edad y que también ejerce como viceprimer ministro, se mostró personalmente en contra de los cuidados paliativos. "Yo no necesito ese tipo de atención", enfatizó el dirigente en declaraciones citadas por la prensa local, agregando incluso que ha escrito una nota en la que instruye a su familia para, llegado el momento, no prolongar su vida con tratamiento médico.

El ministro fue un poco más allá en su ofensa al referirse a los ancianos que ya no pueden alimentarse a sí mismos como "gente de tubo". Aso añadió que el Ministerio de Salud y Bienestar es "muy consciente de que cuesta varias decenas de millones de yenes" al mes el tratamiento de un solo paciente en las etapas finales de la vida.

Otros deslices verbales

El cuidado de las personas mayores es un reto importante para Japón. Según un informe hecho publico esta semana, el número de hogares que reciben asistencia social, que incluyen a algún miembro de 65 años o mayores, se cifra en más de 678.000, aproximadamente el 40% del total.

El país también debe hacer frente a un aumento del número de personas que mueren solas, la mayoría ancianos. Más de 4,5 millones de mayores vivían solos en 2010, y el número de los que murieron en el hogar aumentaron un 61% entre 2003 y 2010, según la Oficina de Bienestar Social y Salud Pública.

Aso, quien se ha mostrado propenso a cometer deslices verbales a lo largo de su carrera política, intentó aclarar más tarde sus comentarios. El ministro reconoció que su lenguaje había sido "inadecuado" en un foro público e insistió en que estaba hablando sólo de sus preferencias.

"Dije lo que personalmente creo, no cómo el sistema de atención médica para los últimos años de vida debería ser", apuntó a la prensa. "Es importante que usted sea capaz de pasar los últimos días de su vida en paz".

No es la primera vez que Aso, uno de los de los políticos más ricos de Japón, ha cuestionado el deber del Estado en relación a la población anciana. En 2008, mientras ejercía como primer ministro, calificó de "chochos" a los pensionistas que deben cuidar mejor de su salud.

"Veo a gente de 67 ó 68 años constantemente ir al médico", soltó en una reunión de economistas. "¿Por qué tengo que pagar por las personas que sólo comen y beben y no hacen ningún esfuerzo? Yo ando todos los días y hago otras cosas, pero yo voy a pagar más impuestos".

miércoles, 16 de enero de 2013

Los límites morales de los mercados

Por Michael J. Sandel.   Publicado en Project Syndicate.



TOKIO – Actualmente, son contadas las cosas que el dinero no puede comprar.

Si fue sentenciado a purgar una condena en una cárcel de Santa Barbara, California y no le gustan las instalaciones, puede elegir una celda de mejor calidad  con un costo de aproximadamente 90 dólares por noche.

Si desea ayudar a evitar el hecho trágico de que todos los años nacen miles de bebés de madres adictas a las drogas, puede contribuir con una asociación de caridad que use un mecanismo del mercado para mejorar el problema: ofrecer una ayuda de 300 dólares a una mujer adicta a las drogas que quiera esterilizarse.

O, si desea ir a una audiencia del Congreso estadounidense pero no quiere esperar horas haciendo la fila puede pedir los servicios de una compañía que la hace por usted. La compañía contrata a vagabundos y otras personas que necesitan trabajo para hacer fila –toda la noche si es necesario. Justo antes de que la audiencia comience, el cliente que contrató los servicios puede tomar su lugar en la fila, entrar y pedir un asiento que esté justo al frente de la sala de audiencias.

¿Hay algo de malo en la compra y venta de este tipo de cosas? Algunos dirían que no; las personas deberían ser libres de gastar su dinero en lo que sea que esté a la venta. Otros piensan que hay algunas cosas que el dinero no debería comprar. Pero, ¿por qué? ¿Qué hay exactamente de malo en comprar una celda de mejor calidad para aquellos que pueden pagarlo, u ofrecer dinero a mujeres que quieran esterilizarse, o contratar personas para que hagan la fila por nosotros?

Para responder a este tipo de preguntas tenemos que plantear otra más importante: ¿Qué papel deberían tener el dinero y los mercados en una buena sociedad?

Plantear esta pregunta y debatirla políticamente es más importante que nunca. En las tres últimas décadas se ha producido una revolución silenciosa, pues los mercados y el pensamiento orientado al mercado han alcanzado ámbitos de la vida que antes se gobernaban por valores ajenos al mercado: la vida familiar y las relaciones personales; la salud y la educación; la protección al medio ambiente y la justicia penal; la seguridad nacional y la vida cívica.

Casi sin darnos cuenta hemos pasado de tener economías de mercado a convertirnos en sociedades de mercado. La diferencia: una economía de mercado es una herramienta –una valiosa y efectiva– para organizar la actividad productiva. En contraste, una sociedad de mercado es una en la que casi todo está a la venta. Es un estilo de vida en el que los valores de mercado permean las relaciones sociales y rigen todos los ámbitos.

Este patrón debería inquietarnos por dos razones. Primero, a medida que el dinero adquiere más relevancia en nuestras sociedades, la prosperidad –y su ausencia– importa más. Si las principales ventajas de la riqueza fueran la posibilidad de comprar yates y vacaciones elegantes, la desigualdad sería menos importante que ahora. No obstante, como el dinero rige el acceso a la educación, los servicios de salud, la influencia política y los vecindarios seguros, la vida se hace más difícil para aquellos que tienen pocos recursos. La mercantilización de todo hace que la desigualdad se sienta más.

La segunda razón para evitar poner un precio a todas las actividades humanas es que ello puede ser corruptor. La prostitución es un ejemplo clásico. Algunos están en contra con el argumento de que típicamente explota a los pobres, para quienes la opción de vender sus cuerpos puede ser realmente involuntaria. Sin embargo, otros se oponen porque sostienen que reducir el sexo a una mera mercancía es inherentemente degradante y objetualizante.

La idea de que las relaciones de mercado pueden corromper bienes más elevados no se limita a temas como el sexo y el cuerpo. También aplica a los bienes cívicos y prácticas. Consideremos votar. No permitimos el libre mercado en las votaciones, aunque ese mercado sería discutiblemente “eficiente”, en el sentido economista del término. Muchas personas no usan sus votos, entonces, ¿por qué dejar que se desperdicien? ¿Por qué no se permite que aquellos que no les interesa mucho el resultado de unas elecciones vendan su voto a quienes sí les importa? Las dos partes en la transacción ganarían.

El mejor argumento contra la intervención del mercado en las votaciones es que el voto no es un objeto de propiedad privada, sino una responsabilidad pública. Tratar el voto como un instrumento de lucro sería degradarlo, corromper su significado como una expresión del deber cívico.

Pero, si la intervención del mercado en las votaciones es objetable porque corrompe la democracia, ¿qué hay con los sistemas de financiamiento de campañas (incluido el que actualmente tiene lugar en los Estados Unidos) que ofrece a los patrocinadores ricos una voz desproporcionada en las elecciones? La razón para rechazar la intervención del mercado en las votaciones –preservar la integridad de la democracia– puede ser una razón también para permitir las contribuciones financieras solamente a los candidatos políticos.

Por supuesto, a menudo no nos ponemos de acuerdo en determinar lo qué es “corromper” o “degradar”. Para determinar si la prostitución humana es degradante tenemos que pensar primero cómo valorar adecuadamente la sexualidad humana. Para determinar si pagar por una celda de mejor calidad corrompe el significado de justicia penal tenemos que determinar los fines que debería tener el castigo penal. Para determinar si debemos permitir comprar y vender órganos humanos para trasplantes, o contratar mercenarios para pelear guerras, tenemos que analizar cuestiones sobre la dignidad humana y la responsabilidad civil.

Estas son cuestiones polémicas y a menudo tratamos de evadirlas en discursos públicos. Pero es un error. Nuestra renuencia a incluir en política temas moralmente cuestionados nos ha dejado sin las herramientas para debatir acerca de uno de los asuntos más importantes de nuestro tiempo: ¿Cuándo los mercados contribuyen al bien público? Y ¿Cuándo no?

Traducción de Kena Nequiz

jueves, 10 de enero de 2013

TODOS LOS AÑOS EL AÑO

Por Fidel Munnigh
Todos los años es el eterno retorno de lo mismo. Pasada la tregua navideña, nos sorprende la resaca de enero. Despertamos de un breve sueño a esta realidad agobiante. El poder de turno nos promete un futuro mejor. Volvemos a enfrentar los retos del diario vivir, a cargar el pesado fardo de nuestras preocupaciones cotidianas. Para la gran mayoría de la gente, de lo que se trata es de sobrevivir. Mientras, nuestra existencia se diluye en pequeños actos banales. Porque todos los años son siempre el mismo año, infinitamente vacío, intrascendente y vulgar.


               Una vez al año el poder nos concede un leve respiro, una tregua festiva tan sólo para volver a oprimirnos y a engañarnos con la ilusión de democracia y prosperidad. Después, la vida cotidiana retoma su curso y vuelve a llenarse de monotonía y de absurdo.

               No quiero incurrir aquí en el lugar común filosófico de que las Navidades han perdido su sentido originario. Desde que tengo uso de razón siempre han sido lo que hoy son: una fecha para comprar muchas cosas y para el jolgorio colectivo. Basta tener la suerte de salir alguna vez del país y pasar las fiestas en cualquier otro lugar para comprobar que en todas partes es lo mismo.

               Es cierto: las fiestas se han desacralizado. La sociedad de consumo las ha vaciado de significado, pues ella es la absoluta falta de sentido a fuerza de darle un falso sentido a todo. Entonces todo se vacía de sentido, también nuestros actos y gestos.

Pocas cosas me resultan tan falsas y artificiales como el saludo de año nuevo. Cargado del peso de la costumbre, es ya un abrazo despojado de calor y de sinceridad. Esa noche, gente que jamás has visto o que apenas te conoce, se acerca para felicitarte y darte un abrazo dictado más por el uso que por la alegría de compartir.

Me ha tocado vivirlo, dentro y fuera de la isla. En Praga, en la plaza de la Ciudad Vieja, la multitud se congregaba para esperar el nuevo año. Borrachos alemanes y tímidos checos, los mismos que en todo el año apenas reparaban en ti y no eran capaces de dirigirte la palabra, de pronto, como impulsados por un ánimo irrefrenable, te abrazaban efusivamente y te deseaban un feliz año.  En el puente de Colonia, los alemanes bebían champaña y tiraban las botellas vacías al suelo, y luego se abrazaban unos a otros en un amplio gesto de “fraternidad”.  La felicitación de año nuevo es ya algo anónimo, rutinario y convencional.

               Nietzsche dice en uno de sus aforismos que de lo que se trata es de saber qué se quiere y que se quiere. Habría que empezar cada año con una meditación acerca de lo que somos y no somos y de lo que queremos y no queremos ser. Los dominicanos hemos venido perdiendo muchos valores. Me temo que una de esas pérdidas sea la capacidad de reflexión y diálogo, si es que alguna vez la tuvimos. Somos cualquier cosa menos seres sensatos y reflexivos. No aprendemos de los errores. No conversamos: gritamos, y quien más alto grita piensa que tiene la razón. Gritamos, en lugar de mejorar nuestros argumentos. No escuchamos al otro. Hemos convertido la conversación amena en un aburrido monólogo. Cuando dos personas hablan, hacen como que se escuchan entre sí, pero cada una habla de sí y para sí. Nuestro interlocutor no es un sujeto sino un recipiente de nuestras infinitas vanidades. Hemos olvidado decir gracias y pedir disculpas. Nos hemos vuelto groseros, maleducados y agresivos hasta lo insoportable. Nuestra ignorancia es tan atrevida como insufrible. Creemos que lo sabemos todo y no sabemos absolutamente nada. Somos seres exaltados, rabiosos, soberbios. Tenemos un consuelo: sin duda no somos mejores que ayer, pero tampoco peores que mañana.
              
               Nacemos, vivimos y morimos desordenadamente. Hemos erigido el desorden institucional en norma de conducta, en forma de vida. A algunos no nos gusta para nada ese estado de cosas, pero nos vamos acostumbrando a él. Nuestras instituciones no funcionan porque prácticamente no existen, y un Estado moderno no puede funcionar sin instituciones.  De un lado, hay como un regodeo, una complacencia en el caos; del otro, un deseo vago -más que una firme voluntad- de orden (así sea de un mínimo de orden) que haga posible la vida civilizada.

               Quizá no haya mejor imagen del caos que la que nos ofrece el tránsito vehicular en Santo Domingo: es el caos perfecto, inmejorable. Luego el ruido, un ruido endiablado que un día de estos nos dejará sordos a todos.

                “La isla está llena de sonidos”, escribe Shakespeare en su comedia “La Tempestad”. La isla está llena de ruidos, tendríamos que decir, de ruidos ensordecedores, de vulgar vocinglería, de estrépito de bocinas al mediodía, de músicas estruendosas. Somos un pueblo bullanguero, que ama la música y el baile. Pronto seremos un pueblo escandaloso y chillón, que grita en vez de hablar y prefiere el ruido al sonido y la música suaves.  Por todas partes impera un ruido furioso, un ruidoso furor, pero no el de aquel idiota que monologa mientras relata en su mente la decadencia de su familia, sino el de un perfecto normal que ya no es capaz de dialogar. Lo peor de todo es la incertidumbre: aún no sabemos quiénes somos, ni hacia dónde vamos.

               Si no somos mejores no es porque no podamos, sino porque no queremos. Nos falta ese querer-ser y ese querer-hacer. Los muchos males que nos aquejan no son nada comparados con nuestra desidia, nuestra falta de voluntad para mejorar las cosas. No nos decidimos a entrar definitivamente en la modernidad, asumiendo todo lo que ello arrastra consigo, ni tampoco nos atrevemos a transformar el país en una sociedad verdaderamente justa y democrática que no sea mera fachada para extranjeros.  Muchos de nuestros escollos resultan de esa falta de audacia y resolución, pero quizá el mayor de todos los estorbos sea que aún no nos resolvemos a aclarar quiénes somos ni hacia dónde vamos.  Mientras no lo hagamos, mientras eludamos plantearnos estas cuestiones esenciales, el fruto de nuestra indecisión seguirá siendo la incertidumbre, la confusión y el extravío. 

               Frente a todo esto, la risa es una salida momentánea y liberadora. Una de nuestras mayores virtudes es la inmensa capacidad de risa y de mofa. Nuestro humor ve el lado amable de una situación fastidiosa, intolerable. Una vez alguien me dijo: "En este país, amigo, lo único que está organizado es el desorden". Aún nos queda el humor, la ocurrencia ingeniosa, la "contra" rápida, la ironía. Aún somos un pueblo alegre y festivo, cálido, con mucho sentido del humor e imaginación desbordante. Por suerte aún nos sobra el humor y la risa, y eso acaso nos salva.

Todos los años es el eterno retorno de lo mismo. Pero entonces habría que hacer algo, urgente, para romper de algún modo ese ciclo de eterno retornar. Hoy más que nunca nos haría falta una auténtica revolución existencial, como Václav Havel llamaba al despertar de una responsabilidad humana más honda en el mundo, o acaso una revuelta gandhiana, profundamente moral, como proponía Ernesto Sábato. Sólo volviendo a reflexionar sobre el sentido de nuestra existencia podremos recuperar valores perdidos o descubrir nuevos. Sólo asumiendo el presente, viviendo una filosofía de momentos únicos, podremos detener la marcha del absurdo en nuestras vidas. Porque, después de todo, es una suerte que mañana sea otro día y que de nuevo podamos abrazar otra frágil ilusión de sentido.


Fidel Munnigh es filósofo y profesor adjunto de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD).

jueves, 3 de enero de 2013

La ciencia naufraga en la red

Por Javier Salas. Publicado en Materia III


A la ciencia se le abría todo un océano de posibilidades gracias a la red: blogs de entendidos, webs específicas, foros de aficionados, redes sociales, etc. Pero en lugar de navegar viento en popa por esos mares, parece haber encallado. Para seguir con el símil náutico, el problema es que no hay un timonel apropiado y faltan cartas de navegación que describan de forma fiable cómo funcionan las corrientes en las redes sociales o hacia dónde soplan los intereses de los consumidores de noticias online. Un artículo que publica la revista Science en su última edición alerta sobre el grave problema que afronta la comunicación científica en la actualidad: la paradoja de que internet es su última y gran oportunidad, pero que no está sabiendo analizar cómo aprovecharla para no enredarse en sus múltiples trampas.

Tres son los principales motivos por los que científicos, divulgadores y periodistas especializados deben replantearse la forma en que se desarrolla su diálogo con el público, según los autores de este trabajo. Primero, el declive de los medios tradicionales y su incapacidad para cumplir con su función de acercar la ciencia a la sociedad. Segundo, que internet es un ecosistema complejo en el que no siempre la voz más autorizada y respetable es la más escuchada. Desde el algoritmo de Google hasta los agregadores de noticias, el ruido suele obtener más oyentes que el discurso atinado de una institución científica. Por último, pero no menos importante, la forma de consumir la información en internet: blogs, comentarios, tuits y “me gustas” alteran la información hasta el punto de distorsionar o desvirtuar su mensaje.

Sería ingenuo pensar que las noticias científicas online se consumen igual que a través de la televisión o los periódicos. Al contrario, estamos en un nuevo mundo de interacción con el público, de reutilización y reinterpretación de los contenidos. Ya no tratamos con los medios de comunicación de masas en su sentido tradicional, sino con mensajes que son socialmente contextualizados a través de Facebook, los retuits y los comentarios de los lectores”, explica Dietram Scheufele, uno de los autores. Según este experto en comunicación, la ciencia no está haciendo su trabajo para entender cómo funciona la divulgación en redes sociales, y hay muy pocos estudios que ayuden a entenderlo.

Y la escasa literatura científica que existe sobre la materia expone los riesgos. Un estudio reciente reseñado en este artículo de Science destaca que el contexto de las noticias en las redes sociales alteran de forma decisiva la percepción de los lectores: por ejemplo, la bronca que pueda surgir en los comentarios de una noticia colgada en Facebook provoca que el usuario cambie su percepción del riesgo asociado a una nueva línea de investigación puntera (en este caso, la nanotecnología).

En medio de ese flujo constante de información, conversación y ruido, la ciencia necesita ganar autoridad a través de una voz firme basada en los hechos que se oiga a través de todos estos canales. “De lo contrario”, expone Scheufele, “se corre el riesgo de que sencillamente no llegue a la mayoría de los ciudadanos”. En España, internet se convirtió este año en la primera fuente de información científica, superando a la televisión por primera vez. Además, las redes sociales ya son la principal vía de acceso a estas noticias, según una encuesta de Fecyt.

Endogamia en las redes sociales

Los autores reconocen que el potencial de los nuevos cauces es tremendo, pero creen que la ciencia no lo está logrando, sobre todo en redes sociales. Desde la perspectiva de Scheufele, determinados grupos de Facebook, como “I fucking love Science”, o agregadores de blogs se convierten en una “cámara de eco” cuyos sonidos no salen de esas paredes. ”Existe un riesgo real, según muchos investigadores, de que estas páginas solo lleguen a los ya convertidos, es decir, aquellos a los que ya gusta la ciencia, y no lleguen a nuevos públicos”, alerta.

Dominique Brossard, que también firma el artículo, es algo más optimista en este sentido: “Los enlaces y “me gustas” compartidos en Facebook tienen la capacidad de exponer a todos los “amigos” a cosas nuevas. De hecho, he visto crecer exponencialmente la red de ”I fucking love Science” y ya tiene más de 2 millones de seguidores. Así que, en pocas palabras, sitios como estos pueden ayudar a popularizar la ciencia”, razona Brossard.

Para esta investigadora, el principal desafío es la cantidad de información disponible en internet, lo que hace que sea difícil llegar a determinada audiencia. “Los algoritmos utilizados por Google y otros motores de búsqueda determinan en gran parte lo que en última instancia encuentra el internauta cuando buscan información específica. Así es difícil llegar sistemáticamente a públicos que no consuman habitualmente webs específicas de ciencia”, asegura Brossard.

“Tanto las tabletas como los smartphones han aumentado por primera vez en mucho tiempo el consumo de noticias, así que podemos suponer que el consumo de noticias de ciencia aumentará también. La ciencia es emocionante, y la gente se interesa por cosas interesantes”, resume Brossard. Ambos autores coinciden en que sería muy importante que los medios generalistas de internet mantuvieran espacios concretos y estables para la ciencia y la tecnología mientras aterrizan nuevos medios específicos: “Lo que vamos a ver en el futuro son nuevas y creativas formas de monetización que ayuden a mantener el periodismo de ciencia de calidad. Pero incluso estos nuevos modelos dependerán de los conocimientos de las ciencias sociales para ayudarles a entender cómo las audiencias usan la información que encuentran en línea”, aventura Scheufele.