Todos los años es el eterno retorno de lo mismo.
Pasada la tregua navideña, nos sorprende la resaca de enero. Despertamos de un
breve sueño a esta realidad agobiante. El poder de turno nos promete un futuro
mejor. Volvemos a enfrentar los retos del diario vivir, a cargar el pesado
fardo de nuestras preocupaciones cotidianas. Para la gran mayoría de la gente,
de lo que se trata es de sobrevivir. Mientras, nuestra existencia se diluye en
pequeños actos banales. Porque todos los años son siempre el mismo año, infinitamente
vacío, intrascendente y vulgar.
Una vez al año el poder nos
concede un leve respiro, una tregua festiva tan sólo para volver a oprimirnos y
a engañarnos con la ilusión de democracia y prosperidad. Después, la vida
cotidiana retoma su curso y vuelve a llenarse de monotonía y de absurdo.
No
quiero incurrir aquí en el lugar común filosófico de que las Navidades han
perdido su sentido originario. Desde que tengo uso de razón siempre han sido lo
que hoy son: una fecha para comprar muchas cosas y para el jolgorio colectivo.
Basta tener la suerte de salir alguna vez del país y pasar las fiestas en
cualquier otro lugar para comprobar que en todas partes es lo mismo.
Es
cierto: las fiestas se han desacralizado. La sociedad de consumo las ha vaciado
de significado, pues ella es la absoluta falta de sentido a fuerza de darle un
falso sentido a todo. Entonces todo se vacía de sentido, también nuestros actos
y gestos.
Pocas cosas me resultan tan falsas
y artificiales como el saludo de año nuevo. Cargado del peso de la costumbre,
es ya un abrazo despojado de calor y de sinceridad. Esa noche, gente que jamás
has visto o que apenas te conoce, se acerca para felicitarte y darte un abrazo
dictado más por el uso que por la alegría de compartir.
Me ha tocado vivirlo, dentro y
fuera de la isla. En Praga, en la plaza de la Ciudad Vieja, la multitud se
congregaba para esperar el nuevo año. Borrachos alemanes y tímidos checos, los
mismos que en todo el año apenas reparaban en ti y no eran capaces de dirigirte
la palabra, de pronto, como impulsados por un ánimo irrefrenable, te abrazaban
efusivamente y te deseaban un feliz año.
En el puente de Colonia, los alemanes bebían champaña y tiraban las
botellas vacías al suelo, y luego se abrazaban unos a otros en un amplio gesto
de “fraternidad”. La felicitación de año
nuevo es ya algo anónimo, rutinario y convencional.
Nietzsche
dice en uno de sus aforismos que de lo que se trata es de saber qué se
quiere y que se quiere. Habría que
empezar cada año con una meditación acerca de lo que somos y no somos y de lo
que queremos y no queremos ser. Los dominicanos hemos venido perdiendo muchos
valores. Me temo que una de esas pérdidas sea la capacidad de reflexión y
diálogo, si es que alguna vez la tuvimos.
Somos cualquier cosa menos seres sensatos y reflexivos. No aprendemos de los
errores. No conversamos: gritamos, y quien más alto grita piensa que tiene la
razón. Gritamos, en lugar de mejorar nuestros argumentos. No escuchamos al
otro. Hemos convertido la conversación amena en un aburrido monólogo. Cuando
dos personas hablan, hacen como que se escuchan entre sí, pero cada una habla
de sí y para sí. Nuestro interlocutor no es un sujeto sino un recipiente de
nuestras infinitas vanidades. Hemos olvidado decir gracias y pedir disculpas.
Nos hemos vuelto groseros, maleducados y agresivos hasta lo insoportable.
Nuestra ignorancia es tan atrevida como insufrible. Creemos que lo sabemos todo
y no sabemos absolutamente nada. Somos seres exaltados, rabiosos, soberbios. Tenemos
un consuelo: sin duda no somos mejores que ayer, pero tampoco peores que
mañana.
Nacemos, vivimos y morimos desordenadamente. Hemos
erigido el desorden institucional en norma de conducta, en forma de vida. A
algunos no nos gusta para nada ese estado de cosas, pero nos vamos
acostumbrando a él. Nuestras instituciones no funcionan porque prácticamente no
existen, y un Estado moderno no puede funcionar sin instituciones. De un lado, hay como un regodeo, una
complacencia en el caos; del otro, un deseo vago -más que una firme voluntad-
de orden (así sea de un mínimo de orden) que haga posible la vida civilizada.
Quizá no haya mejor imagen del
caos que la que nos ofrece el tránsito vehicular en Santo Domingo: es el caos
perfecto, inmejorable. Luego el ruido, un ruido endiablado que un día de estos
nos dejará sordos a todos.
“La isla está llena de sonidos”, escribe
Shakespeare en su comedia “La Tempestad”. La isla está llena de ruidos,
tendríamos que decir, de ruidos ensordecedores, de vulgar vocinglería, de
estrépito de bocinas al mediodía, de músicas estruendosas. Somos un pueblo
bullanguero, que ama la música y el baile. Pronto seremos un pueblo escandaloso
y chillón, que grita en vez de hablar y prefiere el ruido al sonido y la música
suaves. Por todas partes impera un ruido
furioso, un ruidoso furor, pero no el de aquel idiota que monologa mientras
relata en su mente la decadencia de su familia, sino el de un perfecto normal
que ya no es capaz de dialogar. Lo peor de todo es la incertidumbre: aún no
sabemos quiénes somos, ni hacia dónde vamos.
Si no somos mejores no es porque
no podamos, sino porque no queremos. Nos falta ese querer-ser y ese
querer-hacer. Los muchos males que nos aquejan no son nada comparados con
nuestra desidia, nuestra falta de voluntad para mejorar las cosas. No nos
decidimos a entrar definitivamente en la modernidad, asumiendo todo lo que ello
arrastra consigo, ni tampoco nos atrevemos a transformar el país en una
sociedad verdaderamente justa y democrática que no sea mera fachada para
extranjeros. Muchos de nuestros escollos
resultan de esa falta de audacia y resolución, pero quizá el mayor de todos los
estorbos sea que aún no nos resolvemos a aclarar quiénes somos ni hacia dónde
vamos. Mientras no lo hagamos, mientras
eludamos plantearnos estas cuestiones esenciales, el fruto de nuestra
indecisión seguirá siendo la incertidumbre, la confusión y el extravío.
Frente a todo esto, la risa es
una salida momentánea y liberadora. Una de nuestras mayores virtudes es la
inmensa capacidad de risa y de mofa. Nuestro humor ve el lado amable de una
situación fastidiosa, intolerable. Una vez alguien me dijo: "En este país,
amigo, lo único que está organizado es el desorden". Aún nos queda el
humor, la ocurrencia ingeniosa, la "contra" rápida, la ironía. Aún
somos un pueblo alegre y festivo, cálido, con mucho sentido del humor e
imaginación desbordante. Por suerte aún nos sobra el humor y la risa, y eso
acaso nos salva.
Todos los años es el eterno
retorno de lo mismo. Pero entonces habría que hacer algo, urgente, para romper
de algún modo ese ciclo de eterno retornar. Hoy más que nunca nos haría falta
una auténtica revolución existencial, como Václav Havel llamaba al despertar de
una responsabilidad humana más honda en el mundo, o acaso una revuelta
gandhiana, profundamente moral, como proponía Ernesto Sábato. Sólo volviendo a
reflexionar sobre el sentido de nuestra existencia podremos recuperar valores
perdidos o descubrir nuevos. Sólo asumiendo el presente, viviendo una filosofía
de momentos únicos, podremos detener la marcha del absurdo en nuestras vidas. Porque,
después de todo, es una suerte que mañana sea otro día y que de nuevo podamos
abrazar otra frágil ilusión de sentido.
Fidel
Munnigh es filósofo y profesor adjunto de la Universidad Autónoma de Santo
Domingo (UASD).
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