El clásico cartel: “Sonría. Lo estamos filmando”, expresa
una sencilla verdad que casi cualquier hombre comprende. Pero para un
intelectual crítico no es fácil entender una sencilla verdad, a menudo sospecha
de ella o la descifra como una ironía. Tal vez por esta razón para él sea incomprensible
el aspecto terapéutico del cartel que nos anuncia que estamos siendo
reconocidos, y que esto debe alegrarnos. Ante semejante buena noticia y sensato
consejo el intelectual soltará un estornudo de tinta crítica provocado por la
alergia que le da la llamada “vigilancia electrónica”. Las tecnologías
informáticas y audiovisuales –pensará otra vez-, aumentan al máximo las
posibilidades que tiene el poder de vigilarnos. El FBI o las agencias de
marketing lo cubren todo con su ojo digital, nos observan día y noche como a
Truman Burbank en The Truman Show.
Pero la verdadera mala noticia para ese intelectual es que
su vida no le interesa a nadie y nadie lo mira. Y si alguien lo vigilara
electrónicamente, pues bien, perdería el tiempo a lo bobo. Su vida es
excepcionalmente aburrida: compra un libro aquí, paga con su tarjeta y queda
registrado; toma un subte allá, y con la SUBE deja una huella; llega a su casa,
tal vez telefonea a su madre, ¿será registrado?; navega, llena planillas
burocráticas, deja cookies; quizá mira pornografía… ¿Quién se detendría un
momento a vigilar tales cosas? ¿Qué conclusiones obtendría además de una
sensación de pena por el ya súper domesticado espécimen intelectual? Se podría
objetar que la vigilancia
electrónica no está destinada al intelectual crítico, sino
al consumidor medio: pues bien, a este sujeto le encanta ser filmado y lo menos
que debe hacer es responder con una sonrisa; y no está claro que no sea también
un intelectual.
El mayor dolor del hombre contemporáneo resulta de la
conciencia de su insignificancia. La existencia en las rutas de circulación
urbana, la singularidad entre los dispositivos de información, el desempeño
como actor secundario en el escenario de Facebook, y la propia identidad
reducida a la de un “consumidor”, develan frecuentemente que su valor social es
equivalente al de un bit transportado en Internet, si no menos. En la novela Ampliación del campo de batalla, el escritor francés Michel Houellebecq narra una muerte
realista. El protagonista entra en un supermercado de París y ve un hombre
tirado en el piso, de unos cuarenta años, cerca de las cajas; él sigue de largo
para no mostrar curiosidad mórbida. Compra algunas cosas. Al llegar a la caja
se entera que el hombre está muerto. Se pasa muy fácilmente al otro lado,
piensa. “Habían envuelto el cuerpo en alfombras, o más probablemente mantas
gruesas, atadas con cuerda muy apretada. Ya no era un hombre sino un paquete,
pesado e inerte, y se estaba tomando disposiciones para el transporte. Y ahí
acabó la cosa”. La fila continuó, él pagó el fiambre y el vino. La vida
reducida a un paquete que debe ser transportado.
La conciencia de la propia insignificancia puede producir
sensaciones de inseguridad, angustia, frustración, violencia, nada que no pueda
verse en cualquier embotellamiento o detenimiento del flujo del transporte de información.
El consumidor medio desearía estar siendo observado, valorado como persona,
recuperando algo de la protección y seguridad que le brindaba la mirada de la
madre. El cartel terapéutico: “Lo estamos filmando por su seguridad” también
expresa una sencilla verdad. Ahora sabe que está siendo objeto de observación,
de registro, y con suerte, de clasificación. Como cartel terapéutico es quizá
parte de una política en salud mental destinada a recuperar la autoestima del
usuario de las grandes ciudades. Excepto los hackers y los militantes de
cualquier causa, es decir, las personas felices que no dudan llevar a cabo una
vida necesaria, la mayor parte de los usuarios del país desean fervientemente
ser registrados pues parten de la conciencia de la propia carencia de
significado.
Es cierto que el capitalismo aún observa minuciosamente
para obtener datos, sus sistemas de registro informáticos recogen en cada
momento las huellas que nuestros cuerpos desprenden en sus circulaciones
urbanas y de Internet. Pero esas huellas, como signos sin referentes, como
simulacros, dejan de pertenecer a una persona para pasar a fluir en el río
caótico de información. La agencia de marketing recompondrá no una persona (la
persona ya no significa nada) sino un perfil. El perfil del consumidor es una
división de la persona que ya ha dejado de ser individual para ser divisible:
divisible en múltiples huellas que corresponden a otros tantos perfiles, que
sólo interesan para delinear nuevas estrategias de mercado. Pero la vida de la persona sólo interesa en casos de celebridades integradas a la
licuadora del espectáculo.
En una época de conciencia de la propia insignificancia,
no es casual que Sergio Lapegüe esté a la medianoche: es la franja horaria de
los programas terapéuticos. Te reconozco: seamos amigos. Prendé y apagá. Te
estamos viendo detrás de esa cortina. Reconocemos también tu localidad. Sos muy
importante para nosotros. La canción lo dice todo: Prende y apaga la luz/ necesito una señal/ para
saber si esta noche/ te veo en el mismo lugar/ no me hagas esperar/ mi corazón
está ansioso/ porque no ve una señal. TN no
sólo vigila desde afuera y se mete por las ventanas, sino que sufre porque nos
necesita. Al fin tenemos un significado. Una noticia edificante antes de ir a
dormir.
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