El sociólogo que sacudió a las ciencias sociales con su concepto de “modernidad líquida” advierte, en una entrevista exclusiva, que hay un temible divorcio entre poder y política, socios hasta hoy inseparables en el estado-nación. En todo el mundo, dice, la población se divide en barrios cerrados, villas miseria y quienes luchan por ingresar o no caer en uno de esos guetos. Aún no llegamos al punto de no retorno, dice con un toque de optimismo.
How to spend it…. Cómo
gastarlo. Ese es el nombre de un suplemento del diario británico
Financial Times. Ricos y poderosos lo leen para saber qué hacer con el
dinero que les sobra. Constituyen una pequeña parte de un mundo
distanciado por una frontera infranqueable. En ese suplemento alguien
escribió que en un mundo en el que “cualquiera” se puede permitir un
auto de lujo, aquellos que apuntan realmente alto “no tienen otra opción que ir a por uno mejor…”
Esta cosmovisión le sirvió a Zygmunt Bauman para teorizar sobre
cuestiones imprescindibles y así intentar comprender esta era. La idea
de felicidad, el mundo que está resurgiendo después de la crisis,
seguridad versus libertad, son algunas de sus preocupaciones actuales y
que explica en sus recientes libros: Múltiples culturas, una sola humanidad (Katz editores) yEl arte de la vida (Paidós).
“No es posible ser realmente libre si no se tiene seguridad, y la
verdadera seguridad implica a su vez la libertad”, sostiene desde
Inglaterra por escrito.
Bauman
nació en Polonia pero se fue expulsado por el antisemitismo en los 50 y
recaló en los 60 en Gran Bretaña. Hoy es profesor emérito de la
Universidad de Leeds. Estudió las estratificaciones sociales y las
relacionó con el desarrollo del movimiento obrero. Después analizó y
criticó la modernidad y dio un diagnóstico pesimista de la sociedad. Ya
en los 90 teorizó acerca de un modo diferente de enfocar el debate
cuestionador sobre la modernidad. Ya no se trata de modernidad versus
posmodernidad sino del pasaje de una modernidad “sólida” hacia otra
“líquida”. Al mismo tiempo y hasta el presente se ocupó de la
convivencia de los “diferentes”, los “residuos humanos” de la
globalización: emigrantes, refugiados, parias, pobres todos. Sobre este
mundo cruel y desigual versó este diálogo con Bauman.
Uno de sus nuevos libros se llamaMúltiples culturas, una sola humanidad. ¿Hay en este concepto una visión “optimista” del mundo de hoy?
Ni
optimista ni pesimista… Es sólo una evaluación sobria del desafío que
enfrentamos en el umbral del siglo XXI. Ahora todos estamos
interconectados y somos interdependientes. Lo que pasa en un lugar del
globo tiene impacto en todos los demás, pero esa condición que
compartimos se traduce y se reprocesa en miles de lenguas, de estilos
culturales, de depósitos de memoria. No es probable que nuestra
interdependencia redunde en una uniformidad cultural. Es por eso que el
desafío que enfrentamos es que estamos todos, por así decirlo, en el
mismo barco; tenemos un destino común y nuestra supervivencia depende de
si cooperamos o luchamos entre nosotros. De todos modos, a veces
diferimos mucho en algunos aspectos vitales. Tenemos que desarrollar,
aprender y practicar el arte de vivir con diferencias, el arte de
cooperar sin que los cooperadores pierdan su identidad, a beneficiarnos
unos de otros no a pesar de, sino gracias a nuestras diferencias.
Es paradójico, pero mientras se exalta el libre tránsito de mercancías, se fortalecen y construyen fronteras y muros. ¿Cómo se sobrevive a esta tensión?
Eso sólo
parece ser una paradoja. En realidad, esa contradicción era algo
esperable en un planeta donde las potencias que determinan nuestra vida,
condiciones y perspectivas son globales, pueden ignorar las fronteras y
las leyes del estado, mientras que la mayor parte de los instrumentos
políticos sigue siendo local y de una completa inadecuación para las
enormes tareas a abordar. Fortificar las viejas fronteras y trazar otras
nuevas, tratar de separarnos a “nosotros” de “ellos”, son reacciones
naturales, si bien desesperadas, a esa discrepancia. Si esas reacciones
son tan eficaces como vehementes es otra cuestión. Las soberanías
locales territoriales van a seguir desgastándose en este mundo en rápida
globalización.
Hay escenas comunes en Ciudad de México, San Pablo, Buenos Aires: de un lado villas miseria; del otro, barrios cerrados. Pobres de un lado, ricos del otro. ¿Quiénes quedan en el medio?
¿Por qué
se limita a las ciudades latinoamericanas? La misma tendencia prevalece
en todos los continentes. Se trata de otro intento desesperado de
separarse de la vida incierta, desigual, difícil y caótica de “afuera”.
Pero las vallas tienen dos lados. Dividen el espacio en un “adentro” y
un “afuera”, pero el “adentro” para la gente que vive de un lado del
cerco es el “afuera” para los que están del otro lado. Cercarse en una
“comunidad cerrada” no puede sino significar también excluir a todos los
demás de los lugares dignos, agradables y seguros, y encerrarlos en sus
barrios pobres. En las grandes ciudades, el espacio se divide en
“comunidades cerradas” (guetos voluntarios) y “barrios miserables”
(guetos involuntarios). El resto de la población lleva una incómoda
existencia entre esos dos extremos, soñando con acceder a los guetos
voluntarios y temiendo caer en los involuntarios.
¿Por qué se cree que el mundo de hoy padece una inseguridad sin precedentes? ¿En otras eras se vivía con mayor seguridad?
Cada época
y cada tipo de sociedad tiene sus propios problemas específicos y sus
pesadillas, y crea sus propias estratagemas para manejar sus propios
miedos y angustias. En nuestra época, la angustia aterradora y
paralizante tiene sus raíces en la fluidez, la fragilidad y la
inevitable incertidumbre de la posición y las perspectivas sociales. Por
un lado, se proclama el libre acceso a todas las opciones imaginables
(de ahí las depresiones y la autocondena: debo tener algún problema si no consigo lo que otros lograron );
por otro lado, todo lo que ya se ganó y se obtuvo es nuestro “hasta
nuevo aviso” y podría retirársenos y negársenos en cualquier momento. La
angustia resultante permanecería con nosotros mientras la “liquidez”
siga siendo la característica de la sociedad. Nuestros abuelos lucharon
con valentía por la libertad. Nosotros parecemos cada vez más
preocupados por nuestra seguridad personal… Todo indica que estamos
dispuestos a entregar parte de la libertad que tanto costó a cambio de
mayor seguridad.
Esto nos llevaría a otra paradoja. ¿Cómo maneja la sociedad moderna la falta de seguridad que ella misma produce?
Por medio
de todo tipo de estratagemas, en su mayor parte a través de sustitutos.
Uno de los más habituales es el desplazamiento/trasplante del terror a
la globalización inaccesible, caótica, descontrolada e impredecible a
sus productos: inmigrantes, refugiados, personas que piden asilo. Otro
instrumento es el que proporcionan las llamadas “comunidades cerradas”
fortificadas contra extraños, merodeadores y mendigos, si bien son
incapaces de detener o desviar las fuerzas que son responsables del
debilitamiento de nuestra autoestima y actitud social, que amenazan con
destruir. En líneas más generales: las estratagemas más extendidas se
reducen a la sustitución de preocupaciones sobre la seguridad del cuerpo
y la propiedad por preocupaciones sobre la seguridad individual y
colectiva sustentada o negada en términos sociales.
¿Hay futuro? ¿Se puede pensarlo? ¿Existe en el imaginario de los jóvenes?
El
filósofo británico John Gray destacó que “los gobiernos de los estados
soberanos no saben de antemano cómo van a reaccionar los mercados (…)
Los gobiernos nacionales en la década de 1990 vuelan a ciegas.” Gray no
estima que el futuro suponga una situación muy diferente. Al igual que
en el pasado, podemos esperar “una sucesión de contingencias,
catástrofes y pasos ocasionales por la paz y la civilización”, todos
ellos, permítame agregar, inesperados, imprevisibles y por lo general
con víctimas y beneficiarios sin conciencia ni preparación. Hay muchos
indicios de que, a diferencia de sus padres y abuelos, los jóvenes
tienden a abandonar la concepción “cíclica” y “lineal” del tiempo y a
volver a un modelo “puntillista”: el tiempo se pulveriza en una serie
desordenada de “momentos”, cada uno de los cuales se vive solo, tiene un
valor que puede desvanecerse con la llegada del momento siguiente y
tiene poca relación con el pasado y con el futuro. Como la fluidez
endémica de las condiciones tiene la mala costumbre de cambiar sin
previo aviso, la atención tiende a concentrarse en aprovechar al máximo
el momento actual en lugar de preocuparse por sus posibles consecuencias
a largo plazo. Cada punto del tiempo, por más efímero que sea, puede
resultar otro “big bang”, pero no hay forma de saber qué punto con
anticipación, de modo que, por las dudas, hay que explorar cada uno a
fondo.
Es una época en la que los miedos tienen un papel destacado. ¿Cuáles son los principales temores que trae este presente?
Creo que
las características más destacadas de los miedos contemporáneos son su
naturaleza diseminada, la subdefinición y la subdeterminación,
características que tienden a aparecer en los períodos de lo que puede
llamarse un “interregno”. Antonio Gramsci escribió en Cuadernos de la cárcel lo siguiente: “La
crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo está muriendo y
lo nuevo no puede nacer: en este interregno aparece una gran variedad
de síntomas mórbidos”. Gramsci dio al término “interregno”
un significado que abarcó un espectro más amplio del orden social,
político y legal, al tiempo que profundizaba en la situación
sociocultural; o más bien, tomando la memorable definición de Lenin de
la “situación revolucionaria” como la situación en la que los
gobernantes ya no pueden gobernar mientras que los gobernados ya no
quieren ser gobernados, separó la idea de “interregno” de su habitual
asociación con el interludio de la trasmisión (acostumbrada) del poder
hereditario o elegido, y lo asoció a las situaciones extraordinarias en
las que el marco legal existente del orden social pierde fuerza y ya no
puede mantenerse, mientras que un marco nuevo, a la medida de las nuevas
condiciones que hicieron inútil el marco anterior, está aún en una
etapa de creación, no se lo terminó de estructurar o no tiene la fuerza
suficiente para que se lo instale. Propongo reconocer la situación
planetaria actual como un caso de interregno. De hecho, tal como postuló
Gramsci, “lo viejo está muriendo”. El viejo orden que hasta hace poco
se basaba en un principio igualmente “trinitario” de territorio, estado y
nación como clave de la distribución planetaria de soberanía, y en un
poder que parecía vinculado para siempre a la política del estado-nación
territorial como su único agente operativo, ahora está muriendo. La
soberanía ya no está ligada a los elementos de las entidades y el
principio trinitario; como máximo está vinculada a los mismos pero de
forma laxa y en proporciones mucho más reducidas en dimensiones y
contenidos. La presunta unión indisoluble de poder y política, por otro
lado, está terminando con perspectivas de divorcio. La soberanía está
sin ancla y en flotación libre. Los estados-nación se encuentran en
situación de compartir la compañía conflictiva de aspirantes a, o
presuntos sujetos soberanos siempre en pugna y competencia, con
entidades que evaden con éxito la aplicación del hasta entonces
principio trinitario obligatorio de asignación, y con demasiada
frecuencia ignorando de manera explícita o socavando de forma furtiva
sus objetos designados. Un número cada vez mayor de competidores por la
soberanía ya excede, si no de forma individual sin duda de forma
colectiva, el poder de un estado-nación medio (las compañías
comerciales, industriales y financieras multinacionales ya constituyen,
según Gray, “alrededor de la tercera parte de la producción mundial y
los dos tercios del comercio mundial”).
La “modernidad líquida”, como un tiempo donde las relaciones sociales, económicas, discurren como un fluido que no puede conservar la forma adquirida en cada momento, ¿tiene fin?
Es difícil
contestar esa pregunta, no sólo porque el futuro es impredecible, sino
debido al “interregno” que mencioné antes, un lapso en el que
virtualmente todo puede pasar pero nada puede hacerse con plena
seguridad y certeza de éxito. En nuestros tiempos, la gran pregunta no
es “¿qué hace falta hacer?”, sino “¿quién puede hacerlo?” En la
actualidad hay una creciente separación, que se acerca de forma
alarmante al divorcio, entre poder y política, los dos socios
aparentemente inseparables que durante los dos últimos siglos residieron
–o creyeron y exigieron residir– en el estado nación territorial. Esa
separación ya derivó en el desajuste entre las instituciones del poder y
las de la política. El poder desapareció del nivel del estado nación y
se instaló en el “espacio de flujos” libre de política, dejando a la
política oculta como antes en la morada que se compartía y que ahora
descendió al “espacio de lugares”. El creciente volumen de poder que
importa ya se hizo global. La política, sin embargo, siguió siendo tan
local como antes. Por lo tanto, los poderes más relevantes permanecen
fuera del alcance de las instituciones políticas existentes, mientras
que el marco de maniobra de la política interna sigue reduciéndose. La
situación planetaria enfrenta ahora el desafío de asambleas ad hoc de
poderes discordantes que el control político no limita debido a que las
instituciones políticas existentes tienen cada vez menos poder. Estas se
ven, por lo tanto, obligadas a limitar de forma drástica sus ambiciones
y a “transferir” o “tercerizar” la creciente cantidad de funciones que
tradicionalmente se confiaba a los gobiernos nacionales a organizaciones
no políticas. La reducción de la esfera política se autoalimenta, así
como la pérdida de relevancia de los sucesivos segmentos de la política
nacional redunda en el desgaste del interés de los ciudadanos por la
política institucionalizada y en la extendida tendencia a reemplazarla
con una política de “flotación libre”, notable por su carácter
expeditivo, pero también por su cortoplacismo, reducción a un único
tema, fragilidad y resistencia a la institucionalización.
¿Cree que esta crisis global que estamos padeciendo puede generar un nuevo mundo, o al menos un poco diferente?
Hasta
ahora, la reacción a la “crisis del crédito”, si bien impresionante y
hasta revolucionaria, es “más de lo mismo”, con la vana esperanza de que
las posibilidades vigorizadoras de ganancia y consumo de esa etapa no
estén aún del todo agotadas: un esfuerzo por recapitalizar a quienes
prestan dinero y por hacer que sus deudores vuelvan a ser confiables
para el crédito, de modo tal que el negocio de prestar y de tomar
crédito, de seguir endeudándose, puedan volver a lo “habitual”. El
estado benefactor para los ricos volvió a los salones de exposición,
para lo cual se lo sacó de las dependencias de servicio a las que se
había relegado temporalmente sus oficinas para evitar comparaciones
envidiosas.
Pero hay individuos que padecen las consecuencias de esta crisis de los que poco se habla. Los protagonistas visibles son los bancos, las empresas…
Lo que se
olvida alegremente (y de forma estúpida) en esa ocasión es que la
naturaleza del sufrimiento humano está determinada por la forma en que
las personas viven. El dolor que en la actualidad se lamenta, al igual
que todo mal social, tiene profundas raíces en la forma de vida que
aprendimos, en nuestro hábito de buscar crédito para el consumo. Vivir
del crédito es algo adictivo, más que casi o todas las drogas, y sin
duda más adictivo que otros tranquilizantes que se ofrecen, y décadas de
generoso suministro de una droga no pueden sino derivar en shock y
conmoción cuando la provisión se detiene o disminuye. Ahora nos proponen
la salida aparentemente fácil del shock que padecen tanto los
drogadictos como los vendedores de drogas: la reanudación del suministro
de drogas. Hasta ahora no hay muchos indicios de que nos estemos
acercando a las raíces del problema. En el momento en que se lo detuvo
ya al borde del precipicio mediante la inyección de “dinero de los
contribuyentes”, el banco TSB Lloyds empezó a presionar al Tesoro para
que destinara parte del paquete de ahorro a los dividendos de los
accionistas. A pesar de la indignación oficial, el banco procedió
impasible a pagar bonificaciones cuyo monto obsceno llevó al desastre a
los bancos y sus clientes. Por más impresionantes que sean las medidas
que los gobiernos ya tomaron, planificaron o anunciaron, todas apuntan a
“recapitalizar” los bancos y permitirles volver a la “actividad
normal”: en otras palabras, a la actividad que fue la principal
responsable de la crisis actual.
Si los
deudores no pudieron pagar los intereses de la orgía de consumo que el
banco inspiró y alentó, tal vez se los pueda inducir/obligar a hacerlo
por medio de impuestos pagados al estado. Todavía no empezamos a pensar
con seriedad en la sustentabilidad de nuestra sociedad de consumo y
crédito. La “vuelta a la normalidad” anuncia una vuelta a las vías malas
y siempre peligrosas. De todos modos todavía no llegamos al punto en
que no hay vuelta atrás; aún hay tiempo (poco) de reflexionar y cambiar
de camino; todavía podemos convertir el shock y la conmoción en algo
beneficioso para nosotros y para nuestros hijos.
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