Por Zygmunt Bauman. Publicado en La nación.
Los más desposeídos, los más carenciados, son
quizás quienes han perdido la lucha simbólica por ser reconocidos, por
ser aceptados como parte de una entidad social reconocible, en una
palabra, como parte de la humanidad.
Pierre Bordieu, Meditaciones pascalianas
Analicemos tres casos tomados al azar de los vertiginosos cambios de
hábitos de nuestra cada vez más "cableada", o en realidad cada vez más inalámbrica , sociedad.
Caso 1 . El 2 de marzo de 2006, el periódico Guardian publicaba que, "en los últimos doce meses, las ´redes sociales de Internet han pasado de ser el boom del futuro a ser el boom
del presente". [...] Y explica: "El lanzamiento de un nuevo sitio web
de redes sociales es como la inauguración de un bar en un barrio de la
ciudad", que precisamente por ser el más reciente, por tener un nombre
nuevo, por haber sido remodelado o relanzado con un nuevo formato,
logrará atraer una enorme circulación de gente "antes de caer
indefectiblemente en el olvido, con la resaca del día siguiente",
pasando su magnetismo al "próximo más reciente", en una interminable
carrera de postas en busca del lugar "más de onda", del que "habla toda
la ciudad", el lugar en donde "todos los que son alguien tienen que
estar".
Ni bien logran poner un pie en una escuela, o en un barrio real o
virtual, los sitios de "redes sociales" se esparcen con la velocidad de
una "infección en extremo virulenta". [...] Los inventores y promotores
de las redes virtuales pueden jactarse, y con razón, de haber satisfecho
una necesidad real, urgente y muy extendida. ¿Y de qué necesidad se
trata? "En el corazón de las redes sociales está el intercambio de
información personal." Los usuarios están felices de poder "revelar
detalles íntimos de sus vidas íntimas", "de dejar asentada información
verdadera" e "intercambiar fotografías". Se estima que el 61% de los
adolescentes del Reino Unido de entre 13 y 17 años "tienen un perfil
personal en un sitio de redes" que les permite "socializar on line
". En Gran Bretaña, un país donde el uso masivo de aparatos
electrónicos de última generación tiene ciberaños de atraso en relación
con el Lejano Oriente, los usuarios todavía pueden conservar la
esperanza de que las "redes sociales" sean una manifestación de su
libertad de elección, e incluso creer que son un instrumento de
autoafirmación y rebelión juvenil. Esta suposición cobra visos de
realidad solo gracias a las alarmas de pánico que ese afán sin
precedentes de los jóvenes de exponerse a sí mismos -un afán inducido
por la web y destinado a la web- se encienden día tras día en maestros y
padres obsesionados por la seguridad, y por las crispadas reacciones de
los directores de escuela, que excluyen a los sitios como Bebo del
servicio escolar de Internet. Pero en Corea del Sur, por ejemplo, donde
ya es rutina que la mayor parte de la vida social se encuentre
mediatizada electrónicamente (o más bien donde la vida social ya se ha
transformado en una vida electrónica o cibervida, y donde gran parte de
la "vida social" se desarrolla en compañía de una computadora, un iPod o
un celular, y solo secundariamente con otros seres de carne y hueso),
resulta obvio para los propios jóvenes que no poseen ni el más mínimo
margen de maniobra o elección, sino que se trata de una cuestión de
"tómalo o déjalo". Solo la "muerte social" aguarda a esos pocos que
todavía no han logrado subirse a Cyworld, líder del cibermercado
surcoreano de la cultura del "mostrar y decir".
Sería un grave error, sin embargo, suponer que el impulso de exponer en
público el "yo interior" y la necesidad de satisfacer ese impulso son
manifestaciones de un impulso/adicción pura y estrictamente generacional
de los adolescentes, entusiastas como suelen serlo a la hora de poner
un pie en la "red" (un término que rápidamente va reemplazando al de
"sociedad" tanto en el discurso científico-social como en el lenguaje
popular) y permanecer allí, aunque sin saber bien cómo lograrlo. Esta
nueva afición por la confesión pública no puede ser explicada meramente y
en ningún plano por factores "propios de la edad".
Los adolescentes equipados con confesionarios electrónicos portátiles no
son otra cosa que aprendices entrenados en las artes de una sociedad
confesional -una sociedad que se destaca por haber borrado los límites
que otrora separaban lo privado de lo público, por haber convertido en
virtudes y obligaciones públicas el hecho de exponer abiertamente lo
privado, y por haber eliminado de la comunicación pública todo lo que se
niegue a ser reducido a una confidencia privada, y a aquellos que se
rehúsan a confesarse-.
Caso 2 . El mismo día, aunque en una página
bastante diferente, que se ocupaba de otros temas y bajo la tutela de
otro editor, también en el Guardian se informaba a los lectores
que "las empresas utilizan sistemas informáticos para maltratar más
eficientemente al cliente de acuerdo con el valor que ese cliente tenga
para la compañía". Sistemas informáticos significa en este caso que
mantienen registros de sus clientes, clasificados de 1 -para clientes de
primera clase a quienes se les responde inmediatamente al momento en
que llaman y que son comunicados de inmediato con personal jerárquico- a
3 (la "fauna del estanque", como suelen llamarlos en la jerga
empresaria), quienes son dejados en espera hasta que finalmente se los
transfiere a un empleado del montón sin poder de decisión.
Al igual que en el Caso 1, tampoco en el Caso 2 puede culparse a la
tecnología de estas nuevas prácticas. Este novedoso y sofisticado software
acude al rescate de los ejecutivos que ya tenían la desesperante
necesidad de clasificar la creciente horda de usuarios que llaman por
teléfono y de hacer más expeditiva la aplicación de tácticas divisivas y
exclusivistas que ya existían, pero que hasta el momento eran puestas
en práctica a través de mecanismos más primitivos: dispositivos de
fabricación casera, de industria artesanal o "listos para armar". [..]
Si no contaran con las herramientas técnicas apropiadas, lo que esos
empleados tendrían que evaluar, a costa de gran esfuerzo mental y de
gran parte del precioso tiempo laboral de la empresa, es la rentabilidad
potencial de cada cliente, más precisamente el volumen de efectivo o de
crédito del que dispone el cliente, y de cuánto de ese dinero estaría
dispuesto a desprenderse. "Las empresas tienden a deshacerse de los
clientes menos valiosos", explica otro ejecutivo. [...] Necesitan un
modo de ingresar al banco de datos el tipo de información que sirva,
ante todo, para eliminar a los "consumidores fallados", esa mala hierba
del jardín consumista, gente con poco efectivo, poco crédito o poco
entusiasmo por comprar, y de todas formas inmune a los encantos del marketing.
Caso 3 . Apenas unos días después, otro
editor, de otra página, informaba a los lectores que Charles Clarke,
ministro del Interior británico, había anunciado un nuevo sistema de
inmigración "basado en puntaje", destinado a "atraer a los más
brillantes y mejores" y, por supuesto, a repeler y mantener a distancia a
todos los demás, por más que el comunicado oficial de prensa se haya
esmerado en evitar cualquier mención sobre el tema al punto de omitirlo
casi por completo. ¿A quiénes espera atraer el nuevo sistema? A aquellos
con más dinero para invertir y más capacidad para ganarlo. "Nos
permitirá garantizar", afirmó el ministro del Interior, que "vengan al
Reino Unido solo aquellos con las habilidades que el país necesita, y a
la vez impedir que se presenten quienes carecen de ellas". [...]
Es cierto que Charles Clarke no puede arrogarse la autoría de aplicar a
la selección humana la regla del mercado que llama a elegir el mejor
producto que se ofrece. Como lo señalara su contraparte francesa,
Nicolas Sarkozy, "la inmigración selectiva es practicada por casi todas
las democracias del mundo", para exigir luego que "Francia tenga el
derecho de elegir entre los inmigrantes de acuerdo con sus propias
necesidades".
Uno podría preguntarse si hay algún motivo para enumerar los tres casos
juntos y considerarlos especímenes de una misma categoría. La respuesta
es que sí, que existe un motivo que los conecta, y uno de los más
poderosos.
Los colegiales y colegialas que exponen con avidez y entusiasmo sus
atributos con la esperanza de llamar la atención y quizás ganar algo de
ese reconocimiento y esa aprobación que les permitiría seguir en el
juego de la socialización; los clientes potenciales que necesitan
expandir su nivel de gastos y límite crediticio para ganarse el derecho a
un mejor servicio; los futuros inmigrantes que se esmeran en conseguir
pruebas de que son útiles y necesarios para que sus postulaciones sean
consideradas: estas tres categorías de personas, en apariencia tan
distintas, son instadas, empujadas u obligadas a promocionar un producto
deseable y atractivo, y por lo tanto hacen todo lo que pueden,
empleando todas las armas que encuentran a su alcance, para acrecentar
el valor de mercado de lo que tienen para vender. Y el producto que
están dispuestos a promocionar y poner en venta en el mercado no es otra
cosa que ellos mismos.
Ellos son, simultáneamente, los promotores del producto y el producto que promueven. Son, al mismo tiempo, encargado de marketing
y mercadería, vendedor ambulante y artículo en venta (y me permito
agregar que cualquier académico que alguna vez haya tenido que llenar
una solicitud de fondos para investigación o se haya postulado a un
puesto docente sabrá reconocer perfectamente por su propia experiencia
la situación a la que me refiero). Más allá del casillero al que los
confinen quienes confeccionan las estadísticas, todos ellos son
habitantes del mismo espacio social conocido con el nombre de mercado.
Sin importar cómo sean clasificadas sus problemáticas por los
archivistas gubernamentales o por la investigación periodística, la
actividad en la que todos ellos están ocupados (ya sea por elección,
necesidad, o lo que es más probable aún, por ambas) es el marketing
. El examen que deben aprobar para acceder a los tan codiciados premios
sociales les exige reciclarse bajo la forma de bienes de cambio, vale
decir, como productos capaces de captar la atención, atraer clientes y
generar demanda. [...]
La mayoría de los Estados nación hoy abocados a la transformación del
capital y el trabajo en mercancía se encuentran en déficit de energía y
de recursos, déficit resultante de la exposición de los capitales
locales a la durísima competencia generada por la globalización del
capital, el trabajo y los mercados de materias primas, y por la difusión
a escala planetaria de nuevas formas de producción y comercialización,
así como el déficit causado por los astronómicos costos del "Estado
benefactor", instrumento primordial y hasta indispensable para la
transformación del trabajo en producto o mercancía. [...]
Es sobre todo la retransformación del trabajo en producto la que más ha
sido afectada hasta ahora por los procesos gemelos de desregulación y
privatización. Esta tarea ha sido exonerada de toda responsabilidad
gubernamental directa debido, totalmente o en parte, a la tercerización a
manos de empresas privadas del marco institucional imprescindible para
la provisión de los servicios esenciales que permiten que el trabajo sea
vendible (por ejemplo, en el caso de la escolaridad o la vivienda, el
cuidado de los ancianos, y la creciente variedad de servicios médicos).
Así que la tarea general de preservar en masse las cualidades que hacen
del trabajo algo vendible se convierte en preocupación y responsabilidad
de individuos, hombres y mujeres (por ejemplo, deben costear su propia
capacitación con fondos personales, o sea privados), a quienes hoy por
hoy tanto políticos como publicistas alientan y arrastran a hacer uso de
sus mejores cualidades y recursos para mantenerse en el mercado, a
incrementar su valor de mercado y a no dejarlo caer, y a ganarse el
aprecio de potenciales compradores.
Después de haber pasado varios años observando bien de cerca (casi como
un participante más) el cambiante entramado laboral en los sectores más
avanzados de la economía estadounidense, Arlie Russell Hochschild ha
descubierto y documentado ciertas tendencias con asombrosas similitudes
con las de Europa, descritas detalladamente por Luc Boltanski y Eve
Chiapello como parte del "nuevo espíritu del capitalismo". Y el más
trascendente entre esos hallazgos es la decidida preferencia de los
empleadores por los empleados flotantes, desapegados, flexibles y sin
ataduras, empleados "generales" (del tipo "todo terreno" y no los
especializados y sujetos a una capacitación específica y restrictiva) y
en definitiva descartables. En palabras del propio Hochschild:
Desde 1997, un nuevo término, "lastre cero", viene
circulando silenciosamente por Silicon Valley, corazón de la revolución
informática de los Estados Unidos. Originalmente se aplicaba al
movimiento sin rozamiento de un objeto, como un rulemán o una bicicleta.
Más tarde fue empleado para referirse a los empleados que, sin importar
los incentivos económicos, cambiaban de empleo con total facilidad. En
la actualidad se ha convertido en sinónimo de "sin compromisos u
obligaciones". Un empleado informático puede referirse a un colega
elogiosamente diciendo que tiene "cero lastre", vale decir, que está
disponible para aceptar tareas extra, responder a situaciones de
emergencia, o ser reasignado y reubicado en cualquier momento. Según Po
Bronson, investigador de la cultura del Silicon Valley: "El lastre cero
es lo óptimo. A algunos postulantes les han llegado incluso a preguntar
por su ´coeficiente de lastre".
No vivir cerca de Silicon Valley o tener mujer e hijos a cargo eleva el
"coeficiente de lastre" y reduce las posibilidades de obtener el empleo.
Los empleadores desean que, en vez de caminar, sus futuros empleados
naden, y mejor aún, que naveguen. El empleado ideal sería una persona
que no tuviera lazos, compromisos ni ataduras emocionales preexistentes y
que además las rehuya a futuro. Una persona dispuesta a aceptar
cualquier tarea y preparada para reajustar y reenfocar instantáneamente
sus inclinaciones, abrazar nuevas prioridades y abandonar las ya
adquiridas lo antes posible. Una persona acostumbrada a un entorno en el
que "acostumbrarse" -a un empleo, a una habilidad, o a una determinada
manera de hacer las cosas- no es deseable y por lo tanto es imprudente.
Finalmente, una persona que deje la empresa cuando ya no se la necesita,
sin queja ni litigio. Una persona, en definitiva, para quien las
expectativas a largo plazo, las carreras consolidadas y previsibles y
toda otra forma de estabilidad resulten todavía más desagradables y
atemorizantes que la ausencia de ellas.
El arte de la "reconversión" laboral en su nueva forma actualizada
difícilmente haya surgido de la burocracia gubernamental, mastodonte que
se destaca por su inercia, su resistencia al cambio, su apego a las
tradiciones y su amor por la rutina, que mal podría enseñar el arte de
la reconversión. Ese trabajo queda en las manos más diestras del mercado
de consumo, ya famoso por medrar y disfrutar entrenando a sus clientes
en artes sorprendentemente afines. El sentido profundo de la conversión
del Estado al culto de la "desregulación" y la "privatización" radica en
haber transferido a los mercados la tarea de la reconversión laboral.
Es evidente que la pretendida soberanía que se adjudica habitualmente al
sujeto que ejerce su actividad de consumo está en cuestión y es puesta
en duda permanentemente. Tal como lo señalara con acierto Don Slater,
la imagen de los consumidores que ofrecen las descripciones académicas
de la vida de consumo los muestra dentro de un espectro que oscila entre
considerarlos "dopados o tarados culturales" o "héroes de la
modernidad". En un extremo, los consumidores son tratados como cualquier
cosa salvo como entes soberanos: son bobos engatusados con promesas
fraudulentas, fintas y engaños, seducidos, arrastrados y manipulados por
fuerzas.
El punto, sin embargo, es que en ambas versiones -ya sea que se los
presente como dopados por la publicidad o como heroicos partidarios de
autoimpulsarse hacia el poder- los consumidores son aislados y
considerados aparte del universo de sus potenciales objetos de consumo.
En la mayoría de estas descripciones, el mundo creado y sostenido por la
sociedad de consumidores está netamente dividido entre cosas elegibles y
electores, los productos y sus consumidores: cosas a ser consumidas y
humanos consumidores. Sin embargo, la sociedad de consumidores es lo que
es precisamente porque no es así en absoluto. Lo que la singulariza y
distingue de otros tipos de sociedad es justamente que las divisiones
antes mencionadas son borrosas, y finalmente terminan por borrarse.
En la sociedad de consumidores nadie puede convertirse en sujeto sin
antes convertirse en producto, y nadie puede preservar su carácter de
sujeto si no se ocupa de resucitar, revivir y realimentar a perpetuidad
en sí mismo las cualidades y habilidades que se exigen en todo producto
de consumo. La "subjetividad" del "sujeto", o sea su carácter de tal y
todo aquello que esa subjetividad le permite lograr, está abocada
plenamente a la interminable tarea de ser y seguir siendo un artículo
vendible. La característica más prominente de la sociedad de
consumidores -por cuidadosamente que haya sido escondida o encubierta-
es su capacidad de transformar a los consumidores en productos
consumibles, o más bien de disolverlos en un mar de productos donde, por
citar la más citada de todas las muy citables proposiciones de Georg
Simmel, los diferentes significados de las cosas, "y por lo tanto las
cosas mismas, son experimentadas como insustanciales" y parecen
"uniformemente planas y grises", mientras "flotan con igual peso
específico en el flujo de un constante río de dinero". La tarea de los
consumidores, por lo tanto, y el principal motivo que los mueve a
dedicarse a la interminable actividad de consumir, es alzarse de esa
chatura gris de invisibilidad e insustancialidad, asomar la cabeza y
hacerse reconocibles entre esa masa indiscriminada de objetos no
diferenciables que "flotan con igual peso específico" y captar así la
atención (¡voluble!) de los consumidores...
Cultura consumista
Una influyente, respetada y muy difundida guía de estilos y modas
aparecida con la edición de otoño-invierno de una prestigiosa
publicación ofrecía "media docena de estilos clave para los próximos
meses que te pondrán a la delantera del pelotón de la moda". Una promesa
hábilmente calculada para captar la atención, y de gran ingenio, ya que
con una frase breve y neta logra tocar casi todos los temas y
preocupaciones acuciantes nacidos de la vida consumista y nutridos por
la sociedad de consumidores.
En primer lugar, la preocupación por "estar y mantenerse a la delantera"
(a la delantera del "pelotón de la moda", vale decir, el grupo de
referencia, "los otros que importan", "los que cuentan", y cuya
aprobación o rechazo traza la línea entre éxito y fracaso). En palabras
de Michel Maffesoli, "Soy quien soy porque los otros me reconocen como
tal", mientras que "la vida social empírica no es más que la expresión
de sentimientos de pertenencias sucesivas". La alternativa es una
sucesión de rechazos, la exclusión definitiva o el castigo por no haber
sabido abrirse camino, por la fuerza o la argumentación, hasta el
reconocimiento. [...] Estar a la delantera luciendo los emblemas de las
figuras emblemáticas del pelotón de la moda es la única receta confiable
para asegurarse de que si el pelotón elegido supiera de la existencia
del aspirante, seguramente le otorgaría el reconocimiento y la
aceptación que tanto anhela. Y mantenerse a la delantera es el único
modo de garantizar que ese reconocimiento de "pertenencia" dure tanto
como se desea, vale decir, de lograr que un acto único de admisión se
solidifique y se convierta en un permiso de residencia de plazo fijo
pero renovable. En definitiva, "estar a la delantera" promete alguna
certeza, alguna seguridad, alguna certeza de seguridad, precisamente el
tipo de experiencia tan conspicua y dolorosamente ausente de la vida
consumista, aun cuando su objetivo no sea ni más ni menos que el deseo
de alcanzarlas.
La referencia a "estar a la delantera del pelotón de la moda" transmite
la promesa de un alto valor de mercado y una gran demanda. En el caso de
una puja que se reduce en los hechos a un despliegue de emblemas, una
puja que comienza con la adquisición de los emblemas, sigue con el
anuncio público de esa adquisición y solo se considera completa cuando
es de dominio público, todo se traduce finalmente en un sentimiento de
"pertenencia". La referencia a "permanecer en la delantera deja
traslucir una juiciosa advertencia contra el peligro de pasar por alto
el momento en que los actuales emblemas de "pertenencia" salen de
circulación al ser desplazados por otros más frescos, momento en que los
poseedores que se encuentren desatentos corren el riesgo de quedarse en
el camino, algo que en el caso de una puja por la pertenencia mediada
por el mercado se traduce como rechazo, exclusión, abandono y soledad, y
redunda en el lacerante dolor de la inadecuación personal. [...]
Segundo, el mensaje publicado trae fecha de vencimiento: se advierte a
los lectores que la promesa es válida solo "para los próximos meses".
[...] Los consumidores avezados seguramente sabrán captar el mensaje y
responder con prontitud a su llamado, que les recuerda que no hay tiempo
que perder. [...]
En tercer lugar, y como no se nos ofrece un solo estilo, sino "media
docena" de estilos diferentes, uno tiene de hecho libertad aunque -y se
trata de una aclaración muy pertinente- el rango de la oferta traza un
límite infranqueable alrededor de las opciones. Uno puede elegir y
adoptar un estilo. [...] Pero no tiene la libertad de modificar de modo
alguno las opciones disponibles, no hay otras alternativas, ya que todas
las posibilidades realistas y aconsejables han sido preseleccionadas,
preescritas y prescritas. [...]
El punto de inflexión que diferencia más radicalmente el síndrome de la
cultura consumista de su predecesor productivista, ese rasgo que reúne
en sí los diferentes impulsos, sensaciones y tendencias y eleva todas
esas características al rango de un programa de vida coherente, parece
ser la inversión del valor acordado a la duración y la transitoriedad
respectivamente.
El síndrome de la cultura consumista consiste sobre todo en una enfática
negación de las virtudes de la procrastinación y de las bondades y
beneficios de la demora de la gratificación, los dos pilares axiológicos
de la sociedad de productores gobernada por el síndrome productivista.
En la escala de valores heredada, el síndrome consumista ha degradado la
duración y jerarquizado la transitoriedad y ha elevado lo novedoso por
encima de lo perdurable. [...]
En la lista de preocupaciones humanas, el síndrome consumista privilegia
la precaución de no permitir que las cosas (animadas o inanimadas)
prolonguen su visita más allá de lo deseado por encima de las técnicas
para retenerlas y del compromiso a largo plazo (ni hablar de la
posibilidad de que el compromiso sea para siempre). También abrevia
notablemente la expectativa de vida del deseo y la distancia temporal
entre el deseo y su satisfacción, y de la satisfacción a la eliminación
de los desechos. El "síndrome consumista" es velocidad, exceso y
desperdicio.
Los consumidores hechos y derechos ni siquiera pestañean a la hora de
deshacerse de las cosas. Como regla general, aceptan la corta vida útil
de las cosas y su muerte anunciada con ecuanimidad, a veces con regocijo
apenas disimulado, y otras con el gozo desembozado propio de una
victoria. [...] Para los maestros del consumismo, el valor de todos y
cada uno de los objetos no radica tanto en sus virtudes como en sus
limitaciones. Los puntos débiles conocidos y aquellos que
(inevitablemente) se manifiestan a causa de su obsolescencia prediseñada
y preordenada (o "moral", a diferencia del envejecimiento físico, según
la terminología de Karl Marx), prometen que la renovación y el
rejuvenecimiento son inminentes, nuevas aventuras, nuevas sensaciones,
nuevas alegrías. En la sociedad de consumo, la perfección (si es que a
esta altura significa algo) solo puede ser una cualidad colectiva de la
masa, de una multitud de objetos de deseo. Hoy la persistente necesidad
de perfección no apela tanto al mejoramiento de las cosas, sino a su
profusión y veloz circulación.
Por lo tanto, y permítanme repetirlo una sociedad de consumo solo puede
ser una sociedad de exceso y despilfarro y por ende, de redundancia.
Cuanto más fluidas las condiciones de vida, más objetos de consumo
potencial necesitan los actores para cubrir sus apuestas y asegurar sus
acciones contra las bromas del destino (que la jerga sociológica ha
rebautizado como "consecuencias imprevistas"). El exceso, sin embargo,
echa leña al fuego de la incertidumbre que supuestamente debía apagar, o
al menos mitigar o desactivar. Por lo tanto, y paradójicamente, el
exceso nunca es suficiente. Las vidas de los consumidores están
condenadas a ser una sucesión infinita de ensayos y errores. Son vidas
de experimentación continua, aunque sin la esperanza de que un experimentum crucis pueda guiar esas exploraciones hacia una tierra de certezas más o menos confiables.
[Traducción: Mirta Rosenberg y Jaime Arrambide]