lunes, 26 de noviembre de 2012

La era del hombre mercancía: El comprador comprado

Por Zygmunt Bauman. Publicado en La nación. 
Los más desposeídos, los más carenciados, son quizás quienes han perdido la lucha simbólica por ser reconocidos, por ser aceptados como parte de una entidad social reconocible, en una palabra, como parte de la humanidad.
Pierre Bordieu, Meditaciones pascalianas 


Analicemos tres casos tomados al azar de los vertiginosos cambios de hábitos de nuestra cada vez más "cableada", o en realidad cada vez más inalámbrica , sociedad. 

Caso 1 . El 2 de marzo de 2006, el periódico Guardian publicaba que, "en los últimos doce meses, las ´redes sociales de Internet han pasado de ser el boom del futuro a ser el boom del presente". [...] Y explica: "El lanzamiento de un nuevo sitio web de redes sociales es como la inauguración de un bar en un barrio de la ciudad", que precisamente por ser el más reciente, por tener un nombre nuevo, por haber sido remodelado o relanzado con un nuevo formato, logrará atraer una enorme circulación de gente "antes de caer indefectiblemente en el olvido, con la resaca del día siguiente", pasando su magnetismo al "próximo más reciente", en una interminable carrera de postas en busca del lugar "más de onda", del que "habla toda la ciudad", el lugar en donde "todos los que son alguien tienen que estar". 

Ni bien logran poner un pie en una escuela, o en un barrio real o virtual, los sitios de "redes sociales" se esparcen con la velocidad de una "infección en extremo virulenta". [...] Los inventores y promotores de las redes virtuales pueden jactarse, y con razón, de haber satisfecho una necesidad real, urgente y muy extendida. ¿Y de qué necesidad se trata? "En el corazón de las redes sociales está el intercambio de información personal." Los usuarios están felices de poder "revelar detalles íntimos de sus vidas íntimas", "de dejar asentada información verdadera" e "intercambiar fotografías". Se estima que el 61% de los adolescentes del Reino Unido de entre 13 y 17 años "tienen un perfil personal en un sitio de redes" que les permite "socializar on line ". En Gran Bretaña, un país donde el uso masivo de aparatos electrónicos de última generación tiene ciberaños de atraso en relación con el Lejano Oriente, los usuarios todavía pueden conservar la esperanza de que las "redes sociales" sean una manifestación de su libertad de elección, e incluso creer que son un instrumento de autoafirmación y rebelión juvenil. Esta suposición cobra visos de realidad solo gracias a las alarmas de pánico que ese afán sin precedentes de los jóvenes de exponerse a sí mismos -un afán inducido por la web y destinado a la web- se encienden día tras día en maestros y padres obsesionados por la seguridad, y por las crispadas reacciones de los directores de escuela, que excluyen a los sitios como Bebo del servicio escolar de Internet. Pero en Corea del Sur, por ejemplo, donde ya es rutina que la mayor parte de la vida social se encuentre mediatizada electrónicamente (o más bien donde la vida social ya se ha transformado en una vida electrónica o cibervida, y donde gran parte de la "vida social" se desarrolla en compañía de una computadora, un iPod o un celular, y solo secundariamente con otros seres de carne y hueso), resulta obvio para los propios jóvenes que no poseen ni el más mínimo margen de maniobra o elección, sino que se trata de una cuestión de "tómalo o déjalo". Solo la "muerte social" aguarda a esos pocos que todavía no han logrado subirse a Cyworld, líder del cibermercado surcoreano de la cultura del "mostrar y decir". 

Sería un grave error, sin embargo, suponer que el impulso de exponer en público el "yo interior" y la necesidad de satisfacer ese impulso son manifestaciones de un impulso/adicción pura y estrictamente generacional de los adolescentes, entusiastas como suelen serlo a la hora de poner un pie en la "red" (un término que rápidamente va reemplazando al de "sociedad" tanto en el discurso científico-social como en el lenguaje popular) y permanecer allí, aunque sin saber bien cómo lograrlo. Esta nueva afición por la confesión pública no puede ser explicada meramente y en ningún plano por factores "propios de la edad". 

Los adolescentes equipados con confesionarios electrónicos portátiles no son otra cosa que aprendices entrenados en las artes de una sociedad confesional -una sociedad que se destaca por haber borrado los límites que otrora separaban lo privado de lo público, por haber convertido en virtudes y obligaciones públicas el hecho de exponer abiertamente lo privado, y por haber eliminado de la comunicación pública todo lo que se niegue a ser reducido a una confidencia privada, y a aquellos que se rehúsan a confesarse-. 

Caso 2 . El mismo día, aunque en una página bastante diferente, que se ocupaba de otros temas y bajo la tutela de otro editor, también en el Guardian se informaba a los lectores que "las empresas utilizan sistemas informáticos para maltratar más eficientemente al cliente de acuerdo con el valor que ese cliente tenga para la compañía". Sistemas informáticos significa en este caso que mantienen registros de sus clientes, clasificados de 1 -para clientes de primera clase a quienes se les responde inmediatamente al momento en que llaman y que son comunicados de inmediato con personal jerárquico- a 3 (la "fauna del estanque", como suelen llamarlos en la jerga empresaria), quienes son dejados en espera hasta que finalmente se los transfiere a un empleado del montón sin poder de decisión. 

Al igual que en el Caso 1, tampoco en el Caso 2 puede culparse a la tecnología de estas nuevas prácticas. Este novedoso y sofisticado software acude al rescate de los ejecutivos que ya tenían la desesperante necesidad de clasificar la creciente horda de usuarios que llaman por teléfono y de hacer más expeditiva la aplicación de tácticas divisivas y exclusivistas que ya existían, pero que hasta el momento eran puestas en práctica a través de mecanismos más primitivos: dispositivos de fabricación casera, de industria artesanal o "listos para armar". [..] Si no contaran con las herramientas técnicas apropiadas, lo que esos empleados tendrían que evaluar, a costa de gran esfuerzo mental y de gran parte del precioso tiempo laboral de la empresa, es la rentabilidad potencial de cada cliente, más precisamente el volumen de efectivo o de crédito del que dispone el cliente, y de cuánto de ese dinero estaría dispuesto a desprenderse. "Las empresas tienden a deshacerse de los clientes menos valiosos", explica otro ejecutivo. [...] Necesitan un modo de ingresar al banco de datos el tipo de información que sirva, ante todo, para eliminar a los "consumidores fallados", esa mala hierba del jardín consumista, gente con poco efectivo, poco crédito o poco entusiasmo por comprar, y de todas formas inmune a los encantos del marketing. 

Caso 3 . Apenas unos días después, otro editor, de otra página, informaba a los lectores que Charles Clarke, ministro del Interior británico, había anunciado un nuevo sistema de inmigración "basado en puntaje", destinado a "atraer a los más brillantes y mejores" y, por supuesto, a repeler y mantener a distancia a todos los demás, por más que el comunicado oficial de prensa se haya esmerado en evitar cualquier mención sobre el tema al punto de omitirlo casi por completo. ¿A quiénes espera atraer el nuevo sistema? A aquellos con más dinero para invertir y más capacidad para ganarlo. "Nos permitirá garantizar", afirmó el ministro del Interior, que "vengan al Reino Unido solo aquellos con las habilidades que el país necesita, y a la vez impedir que se presenten quienes carecen de ellas". [...] 

Es cierto que Charles Clarke no puede arrogarse la autoría de aplicar a la selección humana la regla del mercado que llama a elegir el mejor producto que se ofrece. Como lo señalara su contraparte francesa, Nicolas Sarkozy, "la inmigración selectiva es practicada por casi todas las democracias del mundo", para exigir luego que "Francia tenga el derecho de elegir entre los inmigrantes de acuerdo con sus propias necesidades". 

Uno podría preguntarse si hay algún motivo para enumerar los tres casos juntos y considerarlos especímenes de una misma categoría. La respuesta es que sí, que existe un motivo que los conecta, y uno de los más poderosos. 

Los colegiales y colegialas que exponen con avidez y entusiasmo sus atributos con la esperanza de llamar la atención y quizás ganar algo de ese reconocimiento y esa aprobación que les permitiría seguir en el juego de la socialización; los clientes potenciales que necesitan expandir su nivel de gastos y límite crediticio para ganarse el derecho a un mejor servicio; los futuros inmigrantes que se esmeran en conseguir pruebas de que son útiles y necesarios para que sus postulaciones sean consideradas: estas tres categorías de personas, en apariencia tan distintas, son instadas, empujadas u obligadas a promocionar un producto deseable y atractivo, y por lo tanto hacen todo lo que pueden, empleando todas las armas que encuentran a su alcance, para acrecentar el valor de mercado de lo que tienen para vender. Y el producto que están dispuestos a promocionar y poner en venta en el mercado no es otra cosa que ellos mismos. 

Ellos son, simultáneamente, los promotores del producto y el producto que promueven. Son, al mismo tiempo, encargado de marketing y mercadería, vendedor ambulante y artículo en venta (y me permito agregar que cualquier académico que alguna vez haya tenido que llenar una solicitud de fondos para investigación o se haya postulado a un puesto docente sabrá reconocer perfectamente por su propia experiencia la situación a la que me refiero). Más allá del casillero al que los confinen quienes confeccionan las estadísticas, todos ellos son habitantes del mismo espacio social conocido con el nombre de mercado. Sin importar cómo sean clasificadas sus problemáticas por los archivistas gubernamentales o por la investigación periodística, la actividad en la que todos ellos están ocupados (ya sea por elección, necesidad, o lo que es más probable aún, por ambas) es el marketing . El examen que deben aprobar para acceder a los tan codiciados premios sociales les exige reciclarse bajo la forma de bienes de cambio, vale decir, como productos capaces de captar la atención, atraer clientes y generar demanda. [...] 

La mayoría de los Estados nación hoy abocados a la transformación del capital y el trabajo en mercancía se encuentran en déficit de energía y de recursos, déficit resultante de la exposición de los capitales locales a la durísima competencia generada por la globalización del capital, el trabajo y los mercados de materias primas, y por la difusión a escala planetaria de nuevas formas de producción y comercialización, así como el déficit causado por los astronómicos costos del "Estado benefactor", instrumento primordial y hasta indispensable para la transformación del trabajo en producto o mercancía. [...] 

Es sobre todo la retransformación del trabajo en producto la que más ha sido afectada hasta ahora por los procesos gemelos de desregulación y privatización. Esta tarea ha sido exonerada de toda responsabilidad gubernamental directa debido, totalmente o en parte, a la tercerización a manos de empresas privadas del marco institucional imprescindible para la provisión de los servicios esenciales que permiten que el trabajo sea vendible (por ejemplo, en el caso de la escolaridad o la vivienda, el cuidado de los ancianos, y la creciente variedad de servicios médicos). Así que la tarea general de preservar en masse las cualidades que hacen del trabajo algo vendible se convierte en preocupación y responsabilidad de individuos, hombres y mujeres (por ejemplo, deben costear su propia capacitación con fondos personales, o sea privados), a quienes hoy por hoy tanto políticos como publicistas alientan y arrastran a hacer uso de sus mejores cualidades y recursos para mantenerse en el mercado, a incrementar su valor de mercado y a no dejarlo caer, y a ganarse el aprecio de potenciales compradores. 

Después de haber pasado varios años observando bien de cerca (casi como un participante más) el cambiante entramado laboral en los sectores más avanzados de la economía estadounidense, Arlie Russell Hochschild ha descubierto y documentado ciertas tendencias con asombrosas similitudes con las de Europa, descritas detalladamente por Luc Boltanski y Eve Chiapello como parte del "nuevo espíritu del capitalismo". Y el más trascendente entre esos hallazgos es la decidida preferencia de los empleadores por los empleados flotantes, desapegados, flexibles y sin ataduras, empleados "generales" (del tipo "todo terreno" y no los especializados y sujetos a una capacitación específica y restrictiva) y en definitiva descartables. En palabras del propio Hochschild: 

Desde 1997, un nuevo término, "lastre cero", viene circulando silenciosamente por Silicon Valley, corazón de la revolución informática de los Estados Unidos. Originalmente se aplicaba al movimiento sin rozamiento de un objeto, como un rulemán o una bicicleta. Más tarde fue empleado para referirse a los empleados que, sin importar los incentivos económicos, cambiaban de empleo con total facilidad. En la actualidad se ha convertido en sinónimo de "sin compromisos u obligaciones". Un empleado informático puede referirse a un colega elogiosamente diciendo que tiene "cero lastre", vale decir, que está disponible para aceptar tareas extra, responder a situaciones de emergencia, o ser reasignado y reubicado en cualquier momento. Según Po Bronson, investigador de la cultura del Silicon Valley: "El lastre cero es lo óptimo. A algunos postulantes les han llegado incluso a preguntar por su ´coeficiente de lastre". 

No vivir cerca de Silicon Valley o tener mujer e hijos a cargo eleva el "coeficiente de lastre" y reduce las posibilidades de obtener el empleo. Los empleadores desean que, en vez de caminar, sus futuros empleados naden, y mejor aún, que naveguen. El empleado ideal sería una persona que no tuviera lazos, compromisos ni ataduras emocionales preexistentes y que además las rehuya a futuro. Una persona dispuesta a aceptar cualquier tarea y preparada para reajustar y reenfocar instantáneamente sus inclinaciones, abrazar nuevas prioridades y abandonar las ya adquiridas lo antes posible. Una persona acostumbrada a un entorno en el que "acostumbrarse" -a un empleo, a una habilidad, o a una determinada manera de hacer las cosas- no es deseable y por lo tanto es imprudente. Finalmente, una persona que deje la empresa cuando ya no se la necesita, sin queja ni litigio. Una persona, en definitiva, para quien las expectativas a largo plazo, las carreras consolidadas y previsibles y toda otra forma de estabilidad resulten todavía más desagradables y atemorizantes que la ausencia de ellas. 

El arte de la "reconversión" laboral en su nueva forma actualizada difícilmente haya surgido de la burocracia gubernamental, mastodonte que se destaca por su inercia, su resistencia al cambio, su apego a las tradiciones y su amor por la rutina, que mal podría enseñar el arte de la reconversión. Ese trabajo queda en las manos más diestras del mercado de consumo, ya famoso por medrar y disfrutar entrenando a sus clientes en artes sorprendentemente afines. El sentido profundo de la conversión del Estado al culto de la "desregulación" y la "privatización" radica en haber transferido a los mercados la tarea de la reconversión laboral. 

Es evidente que la pretendida soberanía que se adjudica habitualmente al sujeto que ejerce su actividad de consumo está en cuestión y es puesta en duda permanentemente. Tal como lo señalara con acierto Don Slater, la imagen de los consumidores que ofrecen las descripciones académicas de la vida de consumo los muestra dentro de un espectro que oscila entre considerarlos "dopados o tarados culturales" o "héroes de la modernidad". En un extremo, los consumidores son tratados como cualquier cosa salvo como entes soberanos: son bobos engatusados con promesas fraudulentas, fintas y engaños, seducidos, arrastrados y manipulados por fuerzas.

El punto, sin embargo, es que en ambas versiones -ya sea que se los presente como dopados por la publicidad o como heroicos partidarios de autoimpulsarse hacia el poder- los consumidores son aislados y considerados aparte del universo de sus potenciales objetos de consumo. En la mayoría de estas descripciones, el mundo creado y sostenido por la sociedad de consumidores está netamente dividido entre cosas elegibles y electores, los productos y sus consumidores: cosas a ser consumidas y humanos consumidores. Sin embargo, la sociedad de consumidores es lo que es precisamente porque no es así en absoluto. Lo que la singulariza y distingue de otros tipos de sociedad es justamente que las divisiones antes mencionadas son borrosas, y finalmente terminan por borrarse. 

En la sociedad de consumidores nadie puede convertirse en sujeto sin antes convertirse en producto, y nadie puede preservar su carácter de sujeto si no se ocupa de resucitar, revivir y realimentar a perpetuidad en sí mismo las cualidades y habilidades que se exigen en todo producto de consumo. La "subjetividad" del "sujeto", o sea su carácter de tal y todo aquello que esa subjetividad le permite lograr, está abocada plenamente a la interminable tarea de ser y seguir siendo un artículo vendible. La característica más prominente de la sociedad de consumidores -por cuidadosamente que haya sido escondida o encubierta- es su capacidad de transformar a los consumidores en productos consumibles, o más bien de disolverlos en un mar de productos donde, por citar la más citada de todas las muy citables proposiciones de Georg Simmel, los diferentes significados de las cosas, "y por lo tanto las cosas mismas, son experimentadas como insustanciales" y parecen "uniformemente planas y grises", mientras "flotan con igual peso específico en el flujo de un constante río de dinero". La tarea de los consumidores, por lo tanto, y el principal motivo que los mueve a dedicarse a la interminable actividad de consumir, es alzarse de esa chatura gris de invisibilidad e insustancialidad, asomar la cabeza y hacerse reconocibles entre esa masa indiscriminada de objetos no diferenciables que "flotan con igual peso específico" y captar así la atención (¡voluble!) de los consumidores...

Cultura consumista

Una influyente, respetada y muy difundida guía de estilos y modas aparecida con la edición de otoño-invierno de una prestigiosa publicación ofrecía "media docena de estilos clave para los próximos meses que te pondrán a la delantera del pelotón de la moda". Una promesa hábilmente calculada para captar la atención, y de gran ingenio, ya que con una frase breve y neta logra tocar casi todos los temas y preocupaciones acuciantes nacidos de la vida consumista y nutridos por la sociedad de consumidores.
En primer lugar, la preocupación por "estar y mantenerse a la delantera" (a la delantera del "pelotón de la moda", vale decir, el grupo de referencia, "los otros que importan", "los que cuentan", y cuya aprobación o rechazo traza la línea entre éxito y fracaso). En palabras de Michel Maffesoli, "Soy quien soy porque los otros me reconocen como tal", mientras que "la vida social empírica no es más que la expresión de sentimientos de pertenencias sucesivas". La alternativa es una sucesión de rechazos, la exclusión definitiva o el castigo por no haber sabido abrirse camino, por la fuerza o la argumentación, hasta el reconocimiento. [...] Estar a la delantera luciendo los emblemas de las figuras emblemáticas del pelotón de la moda es la única receta confiable para asegurarse de que si el pelotón elegido supiera de la existencia del aspirante, seguramente le otorgaría el reconocimiento y la aceptación que tanto anhela. Y mantenerse a la delantera es el único modo de garantizar que ese reconocimiento de "pertenencia" dure tanto como se desea, vale decir, de lograr que un acto único de admisión se solidifique y se convierta en un permiso de residencia de plazo fijo pero renovable. En definitiva, "estar a la delantera" promete alguna certeza, alguna seguridad, alguna certeza de seguridad, precisamente el tipo de experiencia tan conspicua y dolorosamente ausente de la vida consumista, aun cuando su objetivo no sea ni más ni menos que el deseo de alcanzarlas. 

La referencia a "estar a la delantera del pelotón de la moda" transmite la promesa de un alto valor de mercado y una gran demanda. En el caso de una puja que se reduce en los hechos a un despliegue de emblemas, una puja que comienza con la adquisición de los emblemas, sigue con el anuncio público de esa adquisición y solo se considera completa cuando es de dominio público, todo se traduce finalmente en un sentimiento de "pertenencia". La referencia a "permanecer en la delantera deja traslucir una juiciosa advertencia contra el peligro de pasar por alto el momento en que los actuales emblemas de "pertenencia" salen de circulación al ser desplazados por otros más frescos, momento en que los poseedores que se encuentren desatentos corren el riesgo de quedarse en el camino, algo que en el caso de una puja por la pertenencia mediada por el mercado se traduce como rechazo, exclusión, abandono y soledad, y redunda en el lacerante dolor de la inadecuación personal. [...] 

Segundo, el mensaje publicado trae fecha de vencimiento: se advierte a los lectores que la promesa es válida solo "para los próximos meses". [...] Los consumidores avezados seguramente sabrán captar el mensaje y responder con prontitud a su llamado, que les recuerda que no hay tiempo que perder. [...] 

En tercer lugar, y como no se nos ofrece un solo estilo, sino "media docena" de estilos diferentes, uno tiene de hecho libertad aunque -y se trata de una aclaración muy pertinente- el rango de la oferta traza un límite infranqueable alrededor de las opciones. Uno puede elegir y adoptar un estilo. [...] Pero no tiene la libertad de modificar de modo alguno las opciones disponibles, no hay otras alternativas, ya que todas las posibilidades realistas y aconsejables han sido preseleccionadas, preescritas y prescritas. [...] 

El punto de inflexión que diferencia más radicalmente el síndrome de la cultura consumista de su predecesor productivista, ese rasgo que reúne en sí los diferentes impulsos, sensaciones y tendencias y eleva todas esas características al rango de un programa de vida coherente, parece ser la inversión del valor acordado a la duración y la transitoriedad respectivamente. 

El síndrome de la cultura consumista consiste sobre todo en una enfática negación de las virtudes de la procrastinación y de las bondades y beneficios de la demora de la gratificación, los dos pilares axiológicos de la sociedad de productores gobernada por el síndrome productivista. 

En la escala de valores heredada, el síndrome consumista ha degradado la duración y jerarquizado la transitoriedad y ha elevado lo novedoso por encima de lo perdurable. [...] 

En la lista de preocupaciones humanas, el síndrome consumista privilegia la precaución de no permitir que las cosas (animadas o inanimadas) prolonguen su visita más allá de lo deseado por encima de las técnicas para retenerlas y del compromiso a largo plazo (ni hablar de la posibilidad de que el compromiso sea para siempre). También abrevia notablemente la expectativa de vida del deseo y la distancia temporal entre el deseo y su satisfacción, y de la satisfacción a la eliminación de los desechos. El "síndrome consumista" es velocidad, exceso y desperdicio. 

Los consumidores hechos y derechos ni siquiera pestañean a la hora de deshacerse de las cosas. Como regla general, aceptan la corta vida útil de las cosas y su muerte anunciada con ecuanimidad, a veces con regocijo apenas disimulado, y otras con el gozo desembozado propio de una victoria. [...] Para los maestros del consumismo, el valor de todos y cada uno de los objetos no radica tanto en sus virtudes como en sus limitaciones. Los puntos débiles conocidos y aquellos que (inevitablemente) se manifiestan a causa de su obsolescencia prediseñada y preordenada (o "moral", a diferencia del envejecimiento físico, según la terminología de Karl Marx), prometen que la renovación y el rejuvenecimiento son inminentes, nuevas aventuras, nuevas sensaciones, nuevas alegrías. En la sociedad de consumo, la perfección (si es que a esta altura significa algo) solo puede ser una cualidad colectiva de la masa, de una multitud de objetos de deseo. Hoy la persistente necesidad de perfección no apela tanto al mejoramiento de las cosas, sino a su profusión y veloz circulación. 

Por lo tanto, y permítanme repetirlo una sociedad de consumo solo puede ser una sociedad de exceso y despilfarro y por ende, de redundancia. Cuanto más fluidas las condiciones de vida, más objetos de consumo potencial necesitan los actores para cubrir sus apuestas y asegurar sus acciones contra las bromas del destino (que la jerga sociológica ha rebautizado como "consecuencias imprevistas"). El exceso, sin embargo, echa leña al fuego de la incertidumbre que supuestamente debía apagar, o al menos mitigar o desactivar. Por lo tanto, y paradójicamente, el exceso nunca es suficiente. Las vidas de los consumidores están condenadas a ser una sucesión infinita de ensayos y errores. Son vidas de experimentación continua, aunque sin la esperanza de que un experimentum crucis pueda guiar esas exploraciones hacia una tierra de certezas más o menos confiables.

[Traducción: Mirta Rosenberg y Jaime Arrambide]

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