Por Christian Ferrer. publicado en www.revista-artefacto.com.ar
La comercialización de la píldora anticonceptiva al gran público, iniciada en junio de 1960 en los Estados Unidos, transformaría, en apenas cincuenta años, el destino de la procreación, la pareja, la familia, el orgasmo, e incluso el de los futuros jubilados, al menos en Occidente. No es poca cosa y los beneficios de la así llamada “Revolución Sexual” ya son manifiestos. Si los burócratas que por entonces se encargaban del “control poblacional”, alarmados por el tic-tac de la “bomba demográfica” del Tercer Mundo, imaginaron a esa pastilla como parapeto ante la propagación indiscriminada de la especie, pronto descubrirían que concedía a las mujeres del Primer Mundo un poder inédito sobre sus cuerpos y a las nuevas generaciones una nueva experiencia del sexo, inmunizado ahora contra el miedo al embarazo fortuito y a la deshonra pública. Por una vez, aparentemente, la moralina mordía el polvo. Se ingresaba en la era del derecho natural al goce, una demanda libertaria.
Este medio siglo de “proceso de transición” disolvió, del deseo, su aura pecaminosa, anclándolo en cambio en el ámbito de la salud emocional estandarizada, una nueva exigencia a la que muchísimas voces permisivas trompetean desde púlpitos laicos. Si antes el deseo despatarrado era signo de la presencia del mal, ahora es síntoma de buen comportamiento. Norma universal, tarea para el hogar. Un devenir algo irónico, no barruntado y seguramente no querido, pero sucede que ninguna época es capaz de adivinar su suerte próxima. Por ejemplo, a nadie se le ocurrió que una baja pronunciada de la tasa de natalidad, sumada a una mayor expectativa de vida, conduciría inevitablemente a poner en crisis el financiamiento futuro de las cajas jubilatorias. Quizás un posible subsidio estatal al consumo de viagra compense el imprevisto.
Tampoco se sabía entonces que la juventud, un emblema de cambio de aquellos años, devendría en “juvenilismo”, un atributo de poder, ni que éste mismo, superpuesto al atractivo corporal, daría origen a un novísimo marcador de diferencias sociales que no depende del puesto, el rango o la fortuna sino de la captura de la vista, puesto que una imagen vale por mil palabras. Un “diferenciador social” distribuye a las personas en distintas posiciones de reconocimiento, influencia y poderío, de modo que la posesión de juventud y belleza –o bien su apariencia– se ha convertido en un pertrecho conveniente si se pretende escalar por el otro diferenciador social por excelencia, el que calibra la profusión o la privación de riqueza.
Esos diferenciadores inciden dramáticamente sobre las actuaciones personales en el mercado del deseo, cuyos límites y posibilidades se han ampliado como nunca antes en la época moderna debido a la costumbre de la separación y el divorcio, a la extensión de la ejercitación sexual hacia la pubertad y la longevidad a la vez, y a la búsqueda de aprobación visual de parte de conocidos y desconocidos. El cortejo, que es siempre competencia de plumaje, también es mascarada –viejo tema burgués– y se ha vuelto más competitivo y fuente de ansiedad a toda edad, quizás porque la institución de la pareja romántica ha demostrado ser menos plástica y recombinante que la de la familia, bastante bien amoldada a la época.
La utopía sexual de la década de 1960 ambicionaba una autarquía moral en cuestiones de sexo, pero la píldora anticonceptiva, su pasaporte al mundo de las mil y una noches, encontró una inesperada contraindicación, el imperativo de la “buena presencia”. Para compensar la posición desfavorecida de todos aquellos que no dan la talla, las industrias del ajuste corporal vienen ofreciendo un servicio de transfiguración a base de cirugía, dietética, farmacología, gimnástica y sexología. Por cierto, eso supone esfuerzos enormes alejados de todo placer y algunos no carentes de riesgo. Pero eso importa poco a quienes envidian a las crisálidas y ansían una metamorfosis equivalente. No obstante, la vida posterior de las mariposas es efímera y no pocas de ellas culminan sus días clavadas y amortajadas detrás de un vidrio. Así, lentamente, las vemos pulverizarse, sin advertir que estamos contemplándonos en un espejo.