Publicado originalmente en El Día. Reproducido sin permiso
Desde la más remota antigüedad, el entretenimiento y
el ocio se concibieron como actividades idénticas, complementarias en el
tiempo, los individuos y la cultura.
Entretenerse
era una forma de llenar el tiempo de ocio, ya fuese en sociedades recolectoras
nómadas, en la cultura helénica, el medioevo, la premodernidad y la modernidad;
es decir, el ocio, destinado a sentirse libre y entretenerse, era el tiempo que
quedaba al margen de la actividad productiva, del oficio, de la dinámica del
‘homo laborans’.
Sin
embargo, el proceso de individualización y la constante modernización de la
sociedad y la cultura han cambiado ese paradigma.
Su
relación, sobre todo, a partir de los avances tecnológicos y la instauración
del medio digital, ha devenido paradójica o contradictoria.
El
tiempo para el juego ha desembocado en cuestión ontológica, problemática de la
existencia contemporánea. Hoy día, muchas formas de entretenimiento son
formas de productividad, de continuación del trabajo, de efecto colateral de la
sociedad del rendimiento económico y el lucro individual. El trabajo y el juego
ya no son mutuamente excluyentes.
La
posmodernidad nos ha colocado en medio de un proceso de ludificación del
trabajo y la producción de bienes y servicios. Jugar y trabajar se han
transformado en una misma actividad. El juego, en sí mismo, como parte del
ocio, ha desaparecido.
El
dopaje no es solo asunto de mayor rendimiento deportivo, sino también laboral.
Que el trabajo entretenga y no tenga límites de horario ni de días es una
adicción sin drogas que produce sobre los sujetos depresión, angustia, estrés,
burnout y suicidio.
El
apogeo alienante del medio digital hace posible que se borren las fronteras
entre la realidad real o concreta y la realidad virtual, ampliada, líquida,
apantallada, la virtualidad, en fin.
Extremado
el caso, la realidad concreta parece convertirse, de momento, en un espectro
del entretenimiento virtual.
Esta
desviación delirante de la cultura ‘online’, que convive hoy y desplaza a la
cultura ‘offline’, se nutre de un componente de la tradición espiritual y
cultural, sobre todo, de Occidente, que es la Pasión (con mayúscula), es decir,
la vocación por el sufrimiento, por el padecimiento del dolor, la asunción sin
chistar de una conducta y un estilo de vida sacrificiales.
Desde
una perspectiva nietzscheana y su visión crítica de la génesis y genealogía de
la moral, esta actitud tiene que ver con el sentido de culpa que la Pasión de
Cristo ha legado a la humanidad.
El
‘homo doloris’ (hombre que sufre) fue así, ‘prima facie’, el contendiente del
Homo ludens (hombre que juega).
El
dolor, especialmente en la existencia y la cultura, podía curarse, aun fuera
temporalmente, con el juego.
Sin
embargo, en el ser humano del presente, el ‘homo laborans’, esa oposición, esa
frontera se ha borrado, quedando en él fusionados, en una relación simbiótica,
la vocación al entretenimiento o
juego y la vocación por la Pasión o el sufrimiento.
De
ahí que, dentro de la racionalidad productiva nazi, regida más por la
eficiencia y el cálculo que por el delirio racista o bélico, el lema de entrada
a los campos de concentración y exterminio fuera: “El trabajo libera”.
El
código binario del siglo XIX civilización/ barbarie, más el que se le asocia al
proceso de emancipación, tanto en Europa como en América, como libertad/muerte,
van ambos a modernizarse y resolverse, desde el siglo XX, en un nuevo paradigma
binario que será el de padecimiento/ espectáculo; es decir, padecimiento de la
realidad como sufrimiento versus el simulacro, la ficción efímera y evanescente
de la sociedad como un mero espectáculo, demasiadas veces reducido al mal gusto
(light). ¿Volverá a existir el juego? Veremos.