La expresión otium cum dignatate (ocio con dignidad) fue utilizada por Cicerón en algunos de sus textos. Con este término quería marcar distancia entre el ocio acorde a la dignidad humana y aquel que nos degrada hasta niveles humanoides.
La manera de utilizar el ocio es primordial para formar juicio del valor de un individuo y de una sociedad. Si utilizáramos este criterio para definir a nuestra sociedad la respuesta desde luego sería terrible. El actual ser humano está completamente alejado de los valores técnicos, sociales, políticos, físicos, espirituales y de afirmación personal deseables. Si algo caracteriza a nuestra sociedad es la pasividad cultural, las relaciones superficiales, el sonambulismo social, la ausencia de esfuerzo físico y la consecuente atrofia, la falta de autonomía y ambición espiritual, el automatismo social, el alejamiento de la naturaleza y la incultura generalizada. En estas precarias condiciones se enfrentan el hombre y la mujer de nuestros días a una realidad mezquina y degradante que favorece la pereza intelectual, frena la imaginación, los sentimientos y la capacidad inventiva. Una pereza que nos aleja del esfuerzo necesario para el pensamiento, la reflexión y la lectura para dejarnos atrapar en un mundo de imágenes constantes que pasan por nuestros ojos inoculándonos dosis ínfimas, pero eficaces, de amoralismo e indiferencia por lo que sucede a nuestros alrededor.
Vivimos en un tiempo en el que la persona necesita una solidez, una densidad que nunca necesitó en el pasado. Esta sustantividad interior es imprescindible para que cada uno pueda tomar su destino entre sus manos y definir sus opciones de una manera consciente y responsable. Sin embargo, pocos tienen esta fuerza interior para no dejarse perder en la muchedumbre y seguir la corriente, como la mayor parte continuará haciendo y como muchos lo han hecho en el pasado. Como comenta David. M. Davis, en la obra colectiva La civilización del ocio, “la proporción de seres humanos que experimentan una necesidad intensa de expansionarse en personas plenas es muy limitada. Los que sienten imperiosamente esta necesidad continuarán satisfaciéndola y se beneficiarán de las posibilidades que les ofrecerán los siglos XX y XXI. Lo que no obedecen este imperativo observarán la ley del menor esfuerzo. ¿No hay sido siempre así?”.
Las autoridades públicas, que dicen estar muy preocupadas por el futuro de nuestro país, deberían contribuir a la elevación de la población hasta niveles superiores de educación, cultura, moralidad y grado de conciencia. Sin embargo, llevados por un populismo de baja estofa, alimentan la vulgaridad y la zafiedad. El pasado fin de semana tuvimos en Ceuta un claro ejemplo de lo que estamos denunciando. La Feria de Día o de la Tapa ha resultado un espectáculo grotesco y deleznable. Durante tres días, el centro de la ciudad se ha convertido en un bochornoso escenario de ruido, suciedad y alcohol. La plaza Nelson Mandela, el centro de la considerada por algunos, –desde luego no por nosotros–, la joya arquitectónica contemporánea de Ceuta, ha sido ocupada por casetas sevillanas, servicios pagados a precio de oro y una antiestética lona clavada a martillazos en la pared exterior de un auditorio que nos ha costado muchos millones de euros. Si la imagen física de la ciudad era para echarse a llorar no lo era menos contemplar a jóvenes y mayores midiendo la calle debido a todo el alcohol consumido. ¡Preciosa imagen para las revistas del corazón y programas televisivos de la “altura intelectual” de Sálvame! ¡Una magnífica promoción para Ceuta!, según el consejero del área.
Hemos perdido el sentido de la moderación, la prudencia y el equilibrio. Comer y beber han sido siempre acompañantes necesarios para el diálogo y la discusión animada entre amigos y familiares, pero no sus protagonistas exclusivos. Los griegos hicieron del simposium todo un arte que consistía en crear una atmósfera proclive al diálogo sereno y elevado. Lean El Banquete de Platón y entenderán lo que les estamos diciendo. La música, y no el ruido ensordecedor, era un ingrediente necesario; la comida, un placer para los sentidos; y el vino, rebajado con agua en la crátera y consumido con moderación, un elixir para despertar el espíritu y agudizar el ingenio. El espacio público era el lugar para la conversación, las actividades físicas y mentales favorables al equilibrio personal y al sentido cívico. Aquí se reflexionaba sobre los problemas políticos, sociales y económicos, y se buscaba afanosamente la verdad a través de la acción y la educación. Aquí también la imaginación se ponía al servicio de la belleza y se expresaba en bellas formas artísticas. Es evidente que los responsables de la ciudad no se han inspirado en El Banquete de Platón para la organización de la feria de día, sino en El Banquete de Trimalción, ese nuevo rico y ostentoso liberto descrito por Petronio en el Satiricón.
Mientras que en el Paseo y la Manzana del Revellín se escenificaban el banquete de Trimalción, en la Plaza de los Reyes los libros esperaban a Godot. El infierno y el purgatorio de Dante frente a frente, con el innegable triunfo del primero. Las trompetas de Jericó se sentían en la prácticamente desierta feria del libro. La tapa gastronómica se imponía a la tapa de los libros que pocos se acercaron a levantarla. El ruido vencía al sosiego y la calma que requiere perderse entre los libros y los mensajes codificados que contienen. La enorme cantidad de casetas de bebida contrastaba con las escasas casetas de libros de una feria pobre, pobre, pobre. Ninguna culpa tienen los libreros ¡Ya quisieran ellos tener más clientes de los que tienen! Sí, ya sabemos, –como dice la editora Inka Martí en su perfil de Facebook–, que “la lectura siempre fue un placer minoritario de seres singulares e interiores”, pero tan minoritaria se está convirtiendo que a los lectores pronto nos van a declarar “especie en peligro de extinción”. Somos tan pocos que al poder poco le importa el futuro de la lectura y los lectores. Todo su esfuerzo se dirige a desplegar su estrategia de estupidización y vulgarización de los ciudadanos mediante su renovada y actualizada política de pan y circo.
La respuesta a la profunda crisis multidimensional en la que estamos inmersos consiste en más fútbol, más ferias, más televisión (con series que convierten a narcotraficantes y policías corruptos en ídolos de la juventud a los que aclamar en una abarrotada plaza de un complejo “cultural”) y más instrumentos tecnológicos que jibarizan nuestra mente, alivian la tensión de la represión cívica y distraen a los ciudadanos de sus preocupaciones. El lema griego “nada en demasía”, lo hemos transformado en “ni aún todo es suficiente”. ¡Una orquesta! ¡No, tres! ¡Un día de feria! ¡No, tres! ¡Un artista de renombre! ¡No, tres! ¡Una feria al año! ¡No, dos! ¡Que la gente esté contenta y se divierta! Eso sí, nada de formación intelectual y crítica de los ciudadanos, vaya que les de por pensar y ejerzan su obligación de practicar una crítica vigilante del poder. Hemos olvidado, como nos recordó Marcel Hicter, que la cultura y el patrimonio, ultrajado estos días con el maltrato dado al complejo de la Manzana del Revellín, “no es conocimiento o erudición, sino que es actitud, forma de ser y vivir, necesidad de superarse continuamente a sí mismo; es la actitud, el reflejo del sentido de la participación activa en las responsabilidades en los diferentes medios de vida comunitaria: familiar, local, nacional, internacional, política, sindical, filosófica, religiosa”.
Los poderes públicos tienen que aceptar sus responsabilidades para empujar al ser humano al bienestar de la expansión personal y de la integridad individual, y no arrastrarlo al pozo de la ignorancia, la vulgaridad, la zafiedad y la vacuidad interior. Ocio sí, pero ocio con dignidad, por favor. Si alguien no quiere seguir este camino está en su libertad no tomarlo, pero no con el dinero de todos.
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