Nuestros hábitos alimenticios obedecen más a patrones culturales que a
razones estrictamente biológicas, sin embargo, sin importar que estos
los hayamos aprendido a edad temprana, siempre podemos preguntarnos sin
son los mejores para nosotros mismos y nuestro entorno.
Nuestra alimentación diaria está rodeada
por una serie de hábitos sumamente rigurosos, los cuales casi siempre
—porque los aprendemos prácticamente desde el nacimiento— realizamos “en
automático”, pasan desapercibidos durante buena parte de nuestra vida a
diferencia de otros que, sea en la juventud o en la madurez, nos
atrevemos a cuestionar e incluso a modificar drásticamente. Es cierto
que algún día podemos decidir, por ejemplo, volvernos vegetarianos y
romper así con la enseñanza familiar, pero incluso en este escenario
conservaremos ciertas prácticas aparentemente inmutables.
Una de estas es la idea de que debemos
de comer tres veces al día, algo que tomamos como verdad irrebatible
pero que parece pertenecer más al orden de la convención social que de
las necesidades biológicas, sobre todo porque los estudios realizados al
respecto no coinciden en un criterio único o una norma generalizada y
recomendable.
Una investigación del Departamento de
Agricultura de los Estados Unidos, por ejemplo, encontró que hacer una
sola comida al día, de grandes proporciones, en vez de las tres
acostumbradas, puede ayudar a reducir el peso y la grasa corporal, pero
incrementa la presión sanguínea. Asimismo, según un estudio en el que
participaron diversos médicos del National Institute on Aging [Instituto
Nacional para el Envejecimiento], esa sola comida al día también
contribuye a desarrollar resistencia a la insulina e intolerancia a la
glucosa, dos de los factores de riesgo más importantes para contraer
diabetes tipo 2.
Sin embargo, hay quienes se han
encargado de estudiar (y recomendar) lo contrario: cambiar el paradigma
de las “tres comidas al día” pero no por una opípara y caligulesca, sino
por al menos cuatro frugales y bien equilibradas que, de acuerdo con
científicos de la Universidad de Maastricht, en Holanda, reduce los
riesgos de la obesidad hasta en un 45%.
¿Y no comer? Bueno, esto también ha
merecido investigaciones. Saltarse el desayuno, según el estudio aludido
anteriormente, aumenta en 5 las probabilidades de volverse obeso. En
cambio, saltarse todas las comidas del día —es decir, ayunar—, comer
normalmente al siguiente y volver a ayunar al tercer día, y continuar
así tanto como sea posible, ayuda, de acuerdo con Krista A. Varady y
Marc K. Hellerstein del Departamento de Ciencias Nutricionales y
Toxicología de la Universidad de California en Berkeley, a prevenir
males cardíacos, algunas enfermedades crónicas, la diabetes tipo 2 y
algunos tipos de cáncer.
Para Paul Freedman, profesor de historia
en Yale, «no existe razón biológica para hacer tres comidas al día». En
el entendido de que el número de comidas que hacemos es, en esencia, un
patrón cultural, Freedman aclara: «Los seres humanos estamos cómodos
con los patrones porque somos predecibles. Estuvimos cómodos con la idea
de tres comidas al día. Pero, por otro lado, nuestras agendas y deseos
se sublevan cada día un poco a esa idea».
Recordemos, además, que particularmente
desde las últimas décadas del siglo XX la alimentación se convirtió en
uno de los cotos más fructíferos para ciertas industrias y hombres de
negocios. Últimamente, por ejemplo, una de las prácticas más en boga es
el llamado snack, el refrigerio o bocadillo cuyo consumo se sostiene
sobre todo en dos ideas, no necesariamente verdaderas: la primera, ya
mencionada anteriormente, que una dieta de al menos cuatro al día ayuda a
perder peso; la segunda, que ese producto manufacturado por millones
está elaborado con ingredientes “saludables”.
En suma, lo único cierto en este asunto,
como en tantos otros, es que no hay una verdad última y absoluta. Por
el contrario: hay interpretaciones de hechos más o menos comprobados que
algunos utilizan para su provecho (casi siempre económico). En tu
alimentación, como en cualquier otro aspecto de tu vida, lo mejor que
puedes hacer es informarte qué es lo mejor para ti —para tu cuerpo y tu
mente y también para tu entorno— y actuar en consecuencia.