por Zygmunt Bauman. Publicado en DDOOSS
Mark Juergensmeyer ha analizado la compleja mezcla de religión, nacionalismo y violencia en las hostilidades que se están cociendo a fuego lento, estallando en ocasiones, entre las distintas tribus del Punjab 1. Cuando se concentró en el terrorismo sikh, responsable de la muerte de miles de víctimas y, entre otros crímenes, del asesinato de la primera ministra Indira Ghandi, encontró justamente lo que él y cualquier otro investigador esperaría encontrar antes de embarcarse en un trabajo de campo así: «Los jóvenes sikhs del mundo rural tenían razones de sobra para ser infelices», razones económicas, políticas y sociales. Sus productos de cultivo se vendían a precios inferiores a los del mercado, su capacidad de hacerse valer había sido reducida prácticamente a cero por las políticas opresivas del congreso, y se sentían humillados frente a las clases urbanas mejor situadas. Juergensmeyer también esperaba encontrar muestras de la «politización de la religión», pero cuando estudió las enseñanzas del líder espiritual de los jóvenes militantes sikhs –Sant Jarnail Singh Bhindranwale, venerado como un santo mártir por sus innumerables seguidores–, tan sólo halló referencias residuales y superficiales a la economía, la política y la clase. El predicador,
al igual que la legión de oradores protestantes evangelistas que circulan penosamente por el mundo rural del Medio Oeste americano […] hablaba de las luchas entre el bien y el mal, la verdad y la falsedad, que anidan en las almas atormentadas, y clamaba renuncia, dedicación y redención. Parecía que se dirigía en particular a los hombres jóvenes que habían transigido fácilmente ante los engaños de la vida moderna.
Los sermones de Bhindranwale, por lo demás, aparecían plagados –en mayor medida aún que los de los predicadores del «cinturón bíblico» americano– de referencias a líderes políticos contemporáneos. Bhindranwale quería que su guerra espiritual tuviera una clara dimensión «externa»: sugería que las fuerzas satánicas habían descendido a la tierra y vivían en la residencia oficial del jefe de estado de la India… Intrigado, Juergensmeyer se decidió a investigar otros lugares, como Cachemira, Sri Lanka, Irán, Egipto, Palestina o los asentamientos israelíes –en donde las fronteras se trazan atendiendo a la religión y se derrama sangre en nombre de los valores sagrados de una vida virtuosa, piadosa y santa– y encontró por todas partes un patrón llamativamente similar; no tanto la politización de la religión, cuanto la «religionización» de la política. Las reivindicaciones no religiosas, como las relacionadas con la identidad social y la participación en la vida colectiva, que antes se expresaban con vocabularios marxistas o nacionalistas, tienden a traducirse en el lenguaje del renacimiento religioso: «la expresión ideológica secular de la rebelión ha sido reemplazada por formulaciones ideológicas de índole religiosa. Pero las quejas –el sentimiento de alienación, la marginalización, la frustración social– son frecuentemente las mismas».
Charles Kimball también percibe un fenómeno semejante de «religionización» de la política en el vocabulario del gobierno norteamericano actual 2. Desarrollando creativamente el lenguaje que Ronald Reagan introdujo en la vida política norteamericana, al presidente Bush le gusta hablar del «dualismo cósmico» entre las naciones buenas dirigidas por Estados Unidos y las fuerzas del mal. Considera las aventuras militares norteamericanas como parte de una «cruzada», una «misión» emprendida bajo mandato divino. Henry A. Giroux 3 cita a John Ashcroft, ex fiscal general de EE UU –«Única entre las naciones, América reconoció que la fuente de nuestro carácter era divina y eterna, no cívica y temporal […]. No tenemos otro rey que Jesús» –y prosigue alertando de la entrada masiva de «apparatchiks morales» en la escena política estadounidense: políticos que «creen que Satán influye en todo, desde los medios de comunicación liberales hasta el modo en que Barbra Streisand aprendió a cantar».
Tal y como ha escrito el periodista Bill Moyers, para esta «política del éxtasis» que lee la Biblia como si fuera literalmente verdadera, el disenso es una señal del Anticristo y los «pecadores serán condenados al fuego eterno del infierno». Cuando la religión de derechas se asocia con la ideología política conservadora y el poder corporativo, no sólo legitima la intolerancia y formas antidemocráticas de corrección política, sino que también sienta las bases de un autoritarismo creciente que tiende a burlarse de los llamamientos a la razón, el diálogo y el humanismo secular.
En el exasperantemente multívoco y confuso tejido de mensajes –muchas veces mutuamente incompatibles– cuyo propósito principal parece ser el de cuestionar y minar la fiabilidad de los demás, las formas de fe monoteístas acompañadas de visiones del mundo maniqueas se yerguen como las últimas plazas fuertes de lo «mono» –una verdad, una vía, una fórmula de vida–, de un tipo de certidumbre y confianza en uno mismo inflexible y beligerante. Son los últimos refugios de los que buscan claridad y pureza y huyen de la duda y la indecisión. Prometen los tesoros que el resto del mundo descarada y obstinadamente niega –sentirse bien con uno mismo, la comodidad de no temer el error y estar siempre en lo cierto– como hace Jamiat Ahli Hadith, un predicador «estrictamente ortodoxo» afincado en Birmingham que «practica una forma de islam que demanda la separación estricta del resto de la sociedad. Su sitio web describe las costumbres de los “incrédulos” en tanto que “basadas en ideas enfermas y pervertidas en lo que se refiere a sus sociedades, el universo y su existencia misma”» 4. O como los enclaves judíos ortodoxos en Israel que, según los describe Uri Avnery, tienen «su propia lógica» y «nada que ver con el resto del mundo» 5.
Viven en una sociedad teocrática completamente cerrada y que no recibe ninguna influencia de lo que ocurre fuera. Creen en su propio mundo […]. Se visten y comportan de un modo diferente. Son, sin más, un tipo distinto de gente. Hay poca comunicación entre ellos y nosotros. Hablan otro idioma. Tienen una forma de ver el mundo completamente distinta. Están sujetos a leyes y reglas completamente diferentes […]. Son gente que vive separada, en sus propias comunidades, ciudades y vecindarios religiosos en Israel. No mantienen ningún contacto con la sociedad israelí común y corriente.
En efecto, los ayatolás islámicos no son los únicos que imponen una visión maniquea del mundo ni los únicos que hacen un llamamiento a las armas en una guerra santa contra las fuerzas satánicas que amenazan con arrasar el universo, reduciendo la caja de Pandora de los conflictos económicos, políticos y sociales a una visión apocalíptica de la última batalla a vida o muerte entre el bien y el mal. En nuestro planeta rápidamente globalizado crece la «religionalización» de la política, de las reivindicaciones sociales y de las batallas identitarias y por el reconocimiento.
Tal vez miremos en direcciones radicalmente diferentes para no mirarnos directamente a los ojos, pero estamos en el mismo barco y no disponemos ni de una brújula fiable ni de un timonel. Aunque nuestro remar es cualquier cosa menos coordinado, nos parecemos de una forma llamativa en un aspecto: ninguno de nosotros, o casi ninguno, cree (ni mucho menos declara) que persigue sus propios intereses, que defiende intereses adquiridos, o que reivindica su parte de unos privilegios que hasta el momento le han sido negados. Es como si hoy todas las partes luchasen por valores eternos, universales y absolutos. Irónicamente, a nosotros, los habitantes de la sección moderna y líquida del globo, nos instruyen para que ignoremos tales valores en nuestras actividades diarias y nos dejemos guiar en su lugar por proyectos a corto plazo y deseos efímeros, pero incluso entonces –o tal vez precisamente entonces– tendemos a sentir de una manera todavía más acuciante su ausencia cada vez que intentamos (si es que lo hacemos) distinguir una melodía en la cacofonía, una figura en la niebla o un camino entre las arenas movedizas.
Los musulmanes no son los únicos propensos a dejarse seducir por los cantos de sirena. Y si se entregan a la seducción, no lo hacen porque sean musulmanes; ser musulmán sólo explica por qué prefieren el canto de los mulás o los ayatolás al de las sirenas de otras denominaciones. Quienes, sin ser musulmanes, escuchen con tanto entusiasmo, hallarán igualmente a sus pies un rico y variado surtido de cantos de sirena, en el que sin duda encontrarán una voz reconocible y familiar. Los cantos de sirena de cualquier religión pueden encontrar sostén en sus sagradas escrituras. Ni es la excepción el Corán ni lo son los libros del Antiguo Testamento, inspiración tanto del judaísmo como del cristianismo. Las tropas de Josué, así está escrito, a veces mataban a doce hombres, otras veces a diez mil, como en Canaán. El mismo Josué sacó en aquella ocasión su daga y no bajó su brazo hasta que hubo acabado con todos (J 8, 25-7) y se aseguró de que «todo ser viviente fuera pasado por la espada» y la matanza se llevó a su fin (J 10, 28-32).
A comienzos del siglo xxi, sin embargo, muchos jóvenes musulmanes consideran que ser musulmán significa ser víctima de múltiples privaciones, tener bloqueadas las rutas públicas de salida y escape de la opresión, y estar excluido de las vías de emancipación personal y la consecución de la felicidad, unas sendas que son asombrosa e irritantemente fáciles de recorrer para los no musulmanes. Los jóvenes musulmanes tienen muchas razones para sentirse así: pertenecen a una población clasificada oficialmente como rezagada con respecto al resto «avanzado» y «progresista» de la humanidad. Lo que los mantiene atrapados en esa situación nada envidiable es la colusión existente entre sus crueles y tiránicos gobiernos y los gobiernos de la parte «avanzada» del planeta, que los aleja sin piedad de la anhelada tierra prometida de la felicidad y la dignidad. La elección entre dos variedades de destino cruel o, más bien, entre las dos caras de la crueldad del destino, los sitúa entre la espada y la pared. Los jóvenes musulmanes intentan pasar a escondidas o abrirse camino a la fuerza por entre las «espadas de fuego y los querubines» que custodian la entrada del paraíso moderno, para luego darse cuenta (si logran engañar a los vigilantes) de que allí no son bienvenidos, de que no se les permite alcanzar aquellos fines cuya consecución, según les censuran permanentemente, no persiguen con suficiente entusiasmo.
Están, en efecto, atados de ambas manos: rechazados por la comunidad de origen como desertores y traidores, y con la entrada prohibida en la comunidad de sus sueños debido a una presunta incompletud y falta de sinceridad, o lo que es peor, por la perfección y la patente ausencia de culpa de su traición/conversión. La disonancia cognitiva, una experiencia angustiosa y dolorosa de un drama que no permite una solución racional, en su caso se da por partida doble. Su realidad niega los valores hacia los que se les inculcó respeto y estima, al tiempo que rechaza la oportunidad de adherirse a esos otros valores que ahora se les exhorta insistentemente a abrazar, aun cuando los mensajes que les llegan son, como es tristemente sabido, muy confusos: ¡integraos!, ¡integraos! Pero caerá sobre vosotros la desgracia si lo intentáis y seréis condenados si tenéis éxito, vergüenza y venganza en vuestras casas (recordemos que entre las víctimas de los terroristas islámicos de los últimos años el número de «hermanos –y hermanas e hijos– musulmanes» ha superado con creces el de todos los demás). Si ni Satán ni sus secuaces son quisquillosos, ¿por qué habrían de serlo sus detractores y presuntos conquistadores?
Lo que vuelve esta situación aún más oscura, ambivalente e irracional es que el mundo musulmán, por un azar geográfico, parece estar situado del otro lado de una barricada, de tal manera que la economía de los países ricos y «avanzados» se basa en un consumo de petróleo extraordinario (debido no sólo a la gasolina de los coches, sino también a los derivados del petróleo necesarios en la industria) y prospera gracias a que su precio se mantiene artificialmente bajo, mientas que los suministros más abundantes de crudo, los únicos que seguirán siendo económicamente viables a mediados de siglo, están bajo el control de gobiernos árabes. Los árabes controlan las arterias de Occidente, los grifos por los que fluye la energía vital y opulenta del poderoso Occidente. Podrían –sólo «podrían»– cortar su suministro, con consecuencias prácticamente inimaginables, pero ciertamente radicales (catastróficas desde el punto de vista de los poderes occidentales) sobre el equilibrio de poder global.
Esta concatenación de circunstancias tiene dos efectos, que se añaden a la ambigüedad aparentemente incurable del drama musulmán. El hondo y predecible interés que tiene la «parte moderna» del planeta en asegurarse el control exclusivo de los suministros de crudo la enfrenta directamente a una gran parte del mundo islámico. Desde el encuentro (probablemente apócrifo) de Franklin D. Roosevelt y el rey Saud a bordo de un crucero norteamericano, en el que el presidente estadounidense garantizó que la dinastía saudí mantendría su poder sobre una península casi vacía aunque fabulosamente rica en petróleo, y el recién nombrado rey prometió por su parte un suministro ininterrumpido de petróleo a las empresas norteamericanas, y desde que la CIA organizó hace medio siglo un golpe de estado para derrocar al gobierno de Mossadeg, elegido democráticamente en Irán, los países occidentales, y en primer lugar EE UU, no han dejado de interferir en los regímenes islámicos de Oriente Medio usando como armas cuantiosos sobornos, sanciones económicas o intervenciones militares directas. Con la única condición de que dejen abiertos los grifos del petróleo, los países occidentales también contribuyen al mantenimiento de regímenes reaccionarios (e incluso extremistas fundamentalistas, como en el caso del reino saudí, dominado por los Wahabí) cuyas fechas de caducidad expiraron hace tiempo y que con toda probabilidad no sobrevivirían si no fuera por la protección occidental, principalmente americana. A través de su enviado especial de la época, Donald Rumsfeld (Secretario de Defensa hasta hace bien poco), EE UU prometió apoyar la dictadura de Sadam en Irak con miles de millones de dólares en créditos para la agricultura y en tecnología militar puntera, incluida la inteligencia por satélite que podría usarse para dirigir armas químicas contra Irán. Y mantuvieron su promesa.
De esta concatenación peculiar de circunstancias se sigue otro efecto, aparentemente opuesto: es posible que la facción selectivamente «occidentalizada» de la élite de los países islámicos ricos logre dejar atrás su complejo de inferioridad. Gracias a su «poder para fastidiar», a su potencial control sobre la riqueza que Occidente necesita pero no posee, puede sentirse lo suficientemente fuerte como para dar un paso más: reivindicar un estatus superior al de aquellos que tan obviamente dependen para su supervivencia de los recursos que ellos, y sólo ellos, controlan. Nada nos dice tanto sobre nuestro poder como el hecho de ser sobornados por los poderosos…
El cálculo no podría ser más sencillo: si nosotros logramos un control sin fisuras del carburante que alimenta sus motores, su camión de carga pesada se parará en seco. Ellos tendrán que comer de nuestras manos y seguirnos el juego con nuestras propias reglas. Sin embargo, la estrategia a seguir no es simple ni evidente por sí misma. Aunque nosotros tenemos medios para comprar más y más armas, todo el dinero con el que nos sobornan y con el que financiamos esas compras no será suficiente para igualar su poder militar. La alternativa, aunque no sea la primera opción, es desplegar otra arma que nosotros poseemos en mayor cuantía que ellos: nuestra capacidad de fastidiar, el poder de lograr que la lucha de poder sea demasiado costosa para continuar o directamente imposible de proseguirse. Teniendo en cuenta la obvia vulnerabilidad de sus países, de sus sociedades, es posible que la capacidad destructora de nuestro poder de fastidiar pueda superar el potencial ciertamente pavoroso de sus armas. Después de todo, hacen falta menos recursos, hombres y esfuerzos para paralizar Nueva York o Londres que para sacar a un comandante terrorista de su cueva en las montañas o para hacer salir a sus secuaces de los sótanos y los áticos de las chabolas urbanas.
Cuando se han probado todos los remedios que existen para la disonancia cognitiva y todos ellos han quedado lejos del resultado esperado, uno se encuentra en la condición agónicamente patética de las ratas de laboratorio que han aprendido que los bocados apilados al otro lado del laberinto pueden llegar a disfrutarse, pero sólo pasando por los horrores de los shocks eléctricos. ¿Traerá algún día la escapada del laberinto (una opción no permitida a las ratas de laboratorio) todas las satisfacciones que jamás nos dará ni el aprendizaje diligente ni la cartografía de los giros y vueltas de sus corredores? Pero ni el hecho de buscar o no una salida de la opresión, ni el hecho de confiar o no en hallar un camino de huida a este lado de los muros del laberinto alteran en lo más mínimo su drama. Los premios a la obediencia llegan con atormentadora lentitud, mientras que el castigo aparece a diario por no haberlo intentado lo suficiente, o por haberlo intentado demasiado (¿y cómo podría haber un intento que no fuera demasiado y al que no se condenara inmediatamente por insuficiente?).
Convertirse en terrorista es una elección; también lo es dejar que te cieguen los celos, el resentimiento o el odio. Ser castigado por enfrentarse –legítima o putativamente– a tales elecciones no es, en cambio, cuestión de elección, puesto que tal enfrentamiento es el veredicto del destino. El hecho de que unos cuantos «como tú» eligieran el camino equivocado basta para despojarte del derecho a elegir correctamente; y si tú mismo elegiste erróneamente, ello te impedirá convencer a aquellos a quienes corresponde juzgar –o que usurpan el derecho a emitir veredictos– de que fue tu elección, tu elección sincera.
Algunos asesinos suicidas sueltos son suficientes para convertir a miles de inocentes en «sospechosos habituales». En poquísimo tiempo, un puñado de elecciones individuales inicuas pueden reprocesarse como atributos de una «categoría»; una categoría fácilmente reconocible, por lo demás, como, por ejemplo, la piel sospechosamente oscura o una mochila sospechosamente voluminosa –las cámaras de seguridad están destinadas a observar estos objetos y se pide a los transeúntes que estén pendientes de su presencia, tarea a la que se prestan con gusto–. Desde las atrocidades del metro de Londres, el volumen de incidentes clasificados como «ataques racistas» ha crecido sobremanera por todo el país. En muchos casos, ni siquiera medió la presencia de una mochila. Una docena de conspiradores islámicos preparados para matar bastó para crear una atmósfera de fortaleza asediada y de «inseguridad generalizada». La gente que se siente insegura tiende a buscar febrilmente un blanco sobre el que descargar la ansiedad acumulada para recuperar así la confianza perdida aplacando el sentimiento desagradable, espeluznante y humillante de la impotencia. Los terroristas y sus víctimas comparten lugar de residencia: las fortalezas asediadas en las que se están convirtiendo las ciudades multiétnicas y multiculturales. Cada parte contribuye al miedo, la pasión, el fervor y la obcecación de la otra, cada parte confirma los peores miedos de la otra, así como sus prejuicios y odios, y entre todas, encerradas en una especie de versión moderna y líquida de danza macabra, no dejarán que descanse el fantasma del asedio.
En su estudio sobre la tecnología de vigilancia masivamente instalada en las calles tras el 11-S, David Lyon 6 destaca sus «consecuencias no intencionadas»: «una ampliación de la red de vigilancia y un riesgo creciente de control de la gente en su vida diaria». Pero entre estas «consecuencias no intencionadas», la palma se la lleva el efecto «el medio es el mensaje» que tiene esta tecnología de vigilancia. Puesto que esta tecnología está destinada a vigilar y grabar objetos externos, visibles y registrables, por fuerza ha de ser ciega a los motivos y elecciones individuales que subyacen a las imágenes grabadas, de forma que, con el tiempo, refuerza la idea de «categorías sospechosas», que sustituye a la de malhechores individuales. Tal como lo describe Lyon:
la cultura del control colonizará más áreas de la vida, con o sin nuestro permiso, debido al deseo comprensible de seguridad combinado con los efectos de la adopción de un cierto tipo de sistemas de vigilancia. Los habitantes de los espacios urbanos, ciudadanos, trabajadores y consumidores –esto es, gente sin ningún tipo de ambición terrorista– verán cómo sus opciones de vida quedan cada vez más limitadas por las categorías a las que pertenecen. Para algunos estas categorías son particularmente perjudiciales, ya que les restringen determinadas opciones de consumo por evaluación de crédito o, lo que es peor, los relegan a un estatus de segunda por su color o su etnia. Es una historia vieja con ropa nueva de alta tecnología.
El detective anónimo que se disculpó ante Girma Belay, el desventurado ingeniero naval etíope refugiado en Londres, después de que la policía entrase brutalmente en su piso, le arrancase la ropa, lo golpease, lo mantuviese contra la pared y lo arrestase seis días sin cargo, con las palabras: «Lo siento, tío; estabas en el sitio equivocado en el momento equivocado» 7 podría (y debería) haber añadido: «y bajo la categoría equivocada». Y así es cómo Belay resume las consecuencias de esa experiencia categorial, padecida individualmente: «Tengo miedo; no quiero salir de casa». Y culpabiliza de su drama a esos «terroristas hijos de puta» que «actuaron de tal forma que para gente como yo la dulzura y la libertad quedaron destruidas».
En un círculo vicioso, la amenaza de terrorismo se convierte en inspiración de más terrorismo, derramando por el camino todavía más terror y una cantidad cada vez mayor de gente aterrorizada, los dos productos que busca el terrorista, cuyo nombre deriva precisamente de esta intención. Se podría decir que las personas aterrorizadas son los aliados más fieles del terrorista, aunque lo sean involuntariamente. El «deseo comprensible de seguridad», siempre a disposición de cualquier aprovechado hábil y astuto que quiera manipularlo, avivado ahora por los actos dispersos y aparentemente imprevisibles del terror, acaba siendo el principal recurso del terror para cobrar fuerza.
Incluso en el poco probable caso de que se cierren las fronteras para los viajeros no deseables, la posibilidad de otro atentado terrorista no se reducirá a cero. Las injusticias generadas a escala global fluyen en el espacio global tan fácilmente como las finanzas o la última moda; también fluye el deseo de vengarse de los criminales de verdad o, en el caso de que sean inaccesibles, de los cabezas de turco más apropiados. Cuando los problemas globales toman tierra, se asientan localmente y pronto echan raíces, y si no alcanzan una solución global, buscan blancos locales para descargar la frustración resultante. Hussain Osman, uno de los sospechosos principales del ataque en el metro de Londres, escapó de la detención y llegó a Italia, aunque, según Carlo De Stefano, un oficial jefe de la policía antiterrorista italiana, no se encontrase ningún vínculo entre él y los grupos terroristas locales. «Parece que estamos frente a un grupo improvisado que actuó de manera aislada», concluyó Stefano 8.
Las injurias infligidas por el poder desbocado de los dirigentes en un planeta globalizado para mal, son incontables y ubicuas, además de dispersas y difusas. Por todas partes, el terreno para las semillas del terrorismo está abonado y las «inteligencias» de los ataques terroristas pueden esperar razonablemente encontrar alguna parcela fértil en cualquier lugar en el que se detengan. Ni siquiera les hace falta diseñar, construir o mantener una estricta estructura de mando. No hay ejércitos terroristas, tan sólo enjambres sincronizados más que coordinados, con poca o nula supervisión, y únicamente comandantes ad hoc. A menudo, para que nazca ab nihilo un «grupo de operaciones», basta con poner un ejemplo adecuadamente espectacular que será forzosa y prontamente torpedeado en millones de hogares gracias a las redes de televisión, constantemente hambrientas de espectáculo, y a través de las autopistas de la información por las que hacen circular sus mensajes.
Nunca como ahora la vieja noción antropológica de «difusión del estímulo» (los prototipos e inspiraciones que viajan a través de distintos territorios y culturas sin, o con independencia de, sus practicantes o mediadores originarios o sin su «hábitat natural») había captado tan bien el carácter de la comunicación entre culturas y el potencial epidémico y contagioso de las innovaciones culturales. En un planeta entrelazado por autopistas de la información, los mensajes encontrarán y seleccionarán sin ni siquiera buscarlos a sus destinatarios agradecidos; o, más bien, serán sus potenciales destinatarios quienes los encuentren y seleccionen, asumiendo las tareas de búsqueda.
El encuentro entre mensaje y destinatario es enormemente fácil en un planeta convertido en un mosaico de diásporas étnicas y religiosas. En un mundo así, ya no cabe defender la antigua separación entre «dentro» y «fuera» o, por añadidura, entre «centro» y «periferia». La «externalidad» del terrorismo que amenaza la vida es tan teórica como lo es la «internalidad» de los capitales que la sustentan. Palabras extranjeras se hacen carne en el país de acogida, supuestos outsiders resultan ser, en la mayoría de los casos, nativos inspirados o convertidos por ideas sin fronteras. No hay línea del frente, tan sólo campos de batalla dispersos y cambiantes; no hay tropas regulares, tan sólo civiles convertidos en soldados por un día y soldados de permiso civil indefinido. Los «ejércitos» terroristas son todos ellos «caseros» y no necesitan cuarteles, ni desfiles, ni plazas de armas.
A la maquinaria del estado-nación, inventada y diseñada para proteger la soberanía territorial y para separar sin ambigüedades a los de dentro de los de fuera, la «interconexión» del planeta la ha cogido por sorpresa. Un día tras otro, una atrocidad terrorista tras otra, las instituciones estatales de la ley y el orden se dan cuenta de su ineptitud a la hora de enfrentarse a los nuevos problemas, que echan por tierra con desfachatez las categorías y distinciones ortodoxas, consagradas y fiables.
Nada de esto permite presagiar una pronta disolución de la ambivalencia, esa fuente profusa de ansiedad, inseguridad y miedo que padecen por igual quienes vienen arrojados a ella y quienes viven su vida en su molesta presencia. Una solución rápida no es concebible, y mucho menos está disponible. Con la creciente diasporización de la población mundial y con la jerarquía ortodoxa de culturas casi completamente desmontada, es probable que cualquier sugerencia de sustitución sea combatida acaloradamente. Una vez que se ha eliminado del vocabulario «políticamente correcto» las nociones mismas de superioridad e inferioridad cultural, ya no es aceptable ni probable que se adopte esa manera tradicional y antaño universalmente válida de fijar y solidificar los resultados de las sucesivas resoluciones de la ambivalencia en forma de «asimilación cultural» (hoy cortésmente rebautizada como «integración», aunque permanezca fiel a la estrategia del pasado).
Miedo líquido, Barcelona, Paidós, 2007
Vida líquida, Barcelona, Paidós, 2006
Europa, una aventura inacabada, Madrid, Losada, 2006
Confianza y temor en la ciudad: vivir con extranjeros, Barcelona, Arcadia, 2006
Vidas desperdiciadas: la modernidad y sus parias, Barcelona, Paidós, 2005
Identidad. Conversaciones con Benedetto Vecchi, Madrid, Losada, 2005
Amor líquido: acerca de la fragilidad de los vínculos, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2005
Modernidad y ambivalencia, Barcelona, Anthropos, 2005
Ética posmoderna, Buenos Aires, Siglo xxi, 2004
La sociedad sitiada, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2004
Modernidad líquida, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003
Comunidad: en busca de seguridad en un mundo hostil, Madrid, Siglo xxi, 2003
La ambivalencia de la modernidad y otras conversaciones, Barcelona, Paidós, 2002 [con Keith Tester]
La cultura como praxis, Barcelona, Paidós, 2002
La hermenéutica y las ciencias sociales, Buenos Aires, Nueva Visión, 2002
En busca de la política, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2001
La posmodernidad y sus descontentos, Madrid, Akal, 2001
La sociedad individualizada, Madrid, Cátedra, 2001
Trabajo, consumismo y nuevos pobres, Barcelona, Gedisa, 2000
La globalización: consecuencias humanas, México, Fondo de Cultura Económica, 1999
Modernidad y holocausto, Madrid, Sequitur, 1997
1 Mark Juergensmeyer, «Is Religion the Problem?», The Hedgehog Review, primavera 2004, pp. 21-33.
2 Charles Kimball, When Religion Becomes Evil, Nueva York, Harper, 2002, p. 36.
3 Henry A. Giroux, «Rapture Politics», Toronto Star, 24 de julio de 2005.
4 Véase Martin Bright, «Muslim leaders in feud with the BBC», The Observer, 14 de agosto de 2005.
5 Entrevista con Uri Avnery, Tikkun, septiembre/octubre de 2005, pp. 33-39.
6 Véase David Lyon, «Technology vs. ‘Terrorism’; Circuits of City Surveillance Since September 11, 2001», en Stephen Graham, ed., Cities, War and Terrorism: Towards an Urban Geopolitics, Oxford, Blackwell, 2004, pp. 297-311.
7 Citado por Sandra Lavikke, «Victim of Terror crackdown blames bombers for robbing him of freedom», The Guardian, 4 de agosto de 2005, p. 7.
8 Véase Ian Fisher, «Italians Say London Suspect Lacks Wide Terrorist Ties», The New York Times, 2 de agosto de 2005.