por         Zygmunt Bauman. Publicado en DDOOSS
  Mark Juergensmeyer ha analizado la compleja mezcla  de religión, nacionalismo y violencia en las hostilidades que se están  cociendo a fuego lento, estallando en ocasiones, entre las distintas  tribus del Punjab 1. Cuando se concentró en el  terrorismo sikh, responsable de la muerte de miles de víctimas y, entre  otros crímenes, del asesinato de la primera ministra Indira Ghandi,  encontró justamente lo que él y cualquier otro investigador esperaría  encontrar antes de embarcarse en un trabajo de campo así: «Los jóvenes  sikhs del mundo rural tenían razones de sobra para ser infelices»,  razones económicas, políticas y sociales. Sus productos de cultivo se  vendían a precios inferiores a los del mercado, su capacidad de hacerse  valer había sido reducida prácticamente a cero por las políticas  opresivas del congreso, y se sentían humillados frente a las clases  urbanas mejor situadas. Juergensmeyer también esperaba encontrar  muestras de la «politización de la religión», pero cuando estudió las  enseñanzas del líder espiritual de los jóvenes militantes sikhs –Sant  Jarnail Singh Bhindranwale, venerado como un santo mártir por sus  innumerables seguidores–, tan sólo halló referencias residuales y  superficiales a la economía, la política y la clase. El predicador, 
        al igual que la legión de oradores protestantes  evangelistas que circulan penosamente por el mundo rural del Medio Oeste  americano […] hablaba de las luchas entre el bien y el mal, la verdad y  la falsedad, que anidan en las almas atormentadas, y clamaba renuncia,  dedicación y redención. Parecía que se dirigía en particular a los  hombres jóvenes que habían transigido fácilmente ante los engaños de la  vida moderna.
   
   Los sermones de Bhindranwale, por lo  demás, aparecían plagados –en mayor medida aún que los de los  predicadores del «cinturón bíblico» americano– de referencias a líderes  políticos contemporáneos. Bhindranwale quería que su guerra espiritual  tuviera una clara dimensión «externa»: sugería que las fuerzas satánicas  habían descendido a la tierra y vivían en la residencia oficial del  jefe de estado de la India… Intrigado, Juergensmeyer se decidió a  investigar otros lugares, como Cachemira, Sri Lanka, Irán, Egipto,  Palestina o los asentamientos israelíes –en donde las fronteras se  trazan atendiendo a la religión y se derrama sangre en nombre de los  valores sagrados de una vida virtuosa, piadosa y santa– y encontró por  todas partes un patrón llamativamente similar; no tanto la politización  de la religión, cuanto la «religionización» de la política. Las  reivindicaciones no religiosas, como las relacionadas con la identidad  social y la participación en la vida colectiva, que antes se expresaban  con vocabularios marxistas o nacionalistas, tienden a traducirse en el  lenguaje del renacimiento religioso: «la expresión ideológica secular de  la rebelión ha sido reemplazada por formulaciones ideológicas de índole  religiosa. Pero las quejas –el sentimiento de alienación, la  marginalización, la frustración social– son frecuentemente las mismas».
   Charles Kimball también percibe un fenómeno semejante de  «religionización» de la política en el vocabulario del gobierno  norteamericano actual 2. Desarrollando creativamente el  lenguaje que Ronald Reagan introdujo en la vida política  norteamericana, al presidente Bush le gusta hablar del «dualismo  cósmico» entre las naciones buenas dirigidas por Estados Unidos y las  fuerzas del mal. Considera las aventuras militares norteamericanas como  parte de una «cruzada», una «misión» emprendida bajo mandato divino.  Henry A. Giroux 3 cita a John Ashcroft, ex fiscal  general de EE UU –«Única entre las naciones, América reconoció que la  fuente de nuestro carácter era divina y eterna, no cívica y temporal  […]. No tenemos otro rey que Jesús» –y prosigue alertando de la entrada  masiva de «apparatchiks morales» en la escena política estadounidense:  políticos que «creen que Satán influye en todo, desde los medios de  comunicación liberales hasta el modo en que Barbra Streisand aprendió a  cantar».
   Tal y como ha escrito el periodista Bill Moyers, para esta «política  del éxtasis» que lee la Biblia como si fuera literalmente verdadera, el  disenso es una señal del Anticristo y los «pecadores serán condenados  al fuego eterno del infierno». Cuando la religión de derechas se asocia  con la ideología política conservadora y el poder corporativo, no sólo  legitima la intolerancia y formas antidemocráticas de corrección  política, sino que también sienta las bases de un autoritarismo  creciente que tiende a burlarse de los llamamientos a la razón, el  diálogo y el humanismo secular.
   En el exasperantemente multívoco y confuso tejido de mensajes  –muchas veces mutuamente incompatibles– cuyo propósito principal parece  ser el de cuestionar y minar la fiabilidad de los demás, las formas de  fe monoteístas acompañadas de visiones del mundo maniqueas se yerguen  como las últimas plazas fuertes de lo «mono» –una verdad, una vía, una  fórmula de vida–, de un tipo de certidumbre y confianza en uno mismo  inflexible y beligerante. Son los últimos refugios de los que buscan  claridad y pureza y huyen de la duda y la indecisión. Prometen los  tesoros que el resto del mundo descarada y obstinadamente niega  –sentirse bien con uno mismo, la comodidad de no temer el error y estar  siempre en lo cierto– como hace Jamiat Ahli Hadith, un predicador  «estrictamente ortodoxo» afincado en Birmingham que «practica una forma  de islam que demanda la separación estricta del resto de la sociedad. Su  sitio web describe las costumbres de los “incrédulos” en tanto que  “basadas en ideas enfermas y pervertidas en lo que se refiere a sus  sociedades, el universo y su existencia misma”» 4. O  como los enclaves judíos ortodoxos en Israel que, según los describe Uri  Avnery, tienen «su propia lógica» y «nada que ver con el resto del  mundo» 5. 
         Viven en una sociedad teocrática completamente  cerrada y que no recibe ninguna influencia de lo que ocurre fuera. Creen  en su propio mundo […]. Se visten y comportan de un modo diferente.  Son, sin más, un tipo distinto de gente. Hay poca comunicación entre  ellos y nosotros. Hablan otro idioma. Tienen una forma de ver el mundo  completamente distinta. Están sujetos a leyes y reglas completamente  diferentes […]. Son gente que vive separada, en sus propias comunidades,  ciudades y vecindarios religiosos en Israel. No mantienen ningún  contacto con la sociedad israelí común y corriente.
   
    En efecto, los ayatolás islámicos  no son los únicos que imponen una visión maniquea del mundo ni los  únicos que hacen un llamamiento a las armas en una guerra santa contra  las fuerzas satánicas que amenazan con arrasar el universo, reduciendo  la caja de Pandora de los conflictos económicos, políticos y sociales a  una visión apocalíptica de la última batalla a vida o muerte entre el  bien y el mal. En nuestro planeta rápidamente globalizado crece la  «religionalización» de la política, de las reivindicaciones sociales y  de las batallas identitarias y por el reconocimiento.
     Tal vez miremos en direcciones radicalmente diferentes para no  mirarnos directamente a los ojos, pero estamos en el mismo barco y no  disponemos ni de una brújula fiable ni de un timonel. Aunque nuestro  remar es cualquier cosa menos coordinado, nos parecemos de una forma  llamativa en un aspecto: ninguno de nosotros, o casi ninguno, cree (ni  mucho menos declara) que persigue sus propios intereses, que defiende  intereses adquiridos, o que reivindica su parte de unos privilegios que  hasta el momento le han sido negados. Es como si hoy todas las partes  luchasen por valores eternos, universales y absolutos. Irónicamente, a  nosotros, los habitantes de la sección moderna y líquida del globo, nos  instruyen para que ignoremos tales valores en nuestras actividades  diarias y nos dejemos guiar en su lugar por proyectos a corto plazo y  deseos efímeros, pero incluso entonces –o tal vez precisamente entonces–  tendemos a sentir de una manera todavía más acuciante su ausencia cada  vez que intentamos (si es que lo hacemos) distinguir una melodía en la  cacofonía, una figura en la niebla o un camino entre las arenas  movedizas.
  
Los musulmanes no son los únicos  propensos a dejarse seducir por los cantos de sirena. Y si se entregan a  la seducción, no lo hacen porque sean musulmanes; ser musulmán sólo  explica por qué prefieren el canto de los mulás o los ayatolás al de las  sirenas de otras denominaciones. Quienes, sin ser musulmanes, escuchen  con tanto entusiasmo, hallarán igualmente a sus pies un rico y variado  surtido de cantos de sirena, en el que sin duda encontrarán una voz  reconocible y familiar. Los cantos de sirena de cualquier religión  pueden encontrar sostén en sus sagradas escrituras. Ni es la excepción  el Corán ni lo son los libros del Antiguo Testamento, inspiración tanto  del judaísmo como del cristianismo. Las tropas de Josué, así está  escrito, a veces mataban a doce hombres, otras veces a diez mil, como en  Canaán. El mismo Josué sacó en aquella ocasión su daga y no bajó su  brazo hasta que hubo acabado con todos (J 8, 25-7) y se aseguró de que  «todo ser viviente fuera pasado por la espada» y la matanza se llevó a  su fin (J 10, 28-32).
   A comienzos del siglo xxi, sin embargo, muchos jóvenes musulmanes  consideran que ser musulmán significa ser víctima de múltiples  privaciones, tener bloqueadas las rutas públicas de salida y escape de  la opresión, y estar excluido de las vías de emancipación personal y la  consecución de la felicidad, unas sendas que son asombrosa e  irritantemente fáciles de recorrer para los no musulmanes. Los jóvenes  musulmanes tienen muchas razones para sentirse así: pertenecen a una  población clasificada oficialmente como rezagada con respecto al resto  «avanzado» y «progresista» de la humanidad. Lo que los mantiene  atrapados en esa situación nada envidiable es la colusión existente  entre sus crueles y tiránicos gobiernos y los gobiernos de la parte  «avanzada» del planeta, que los aleja sin piedad de la anhelada tierra  prometida de la felicidad y la dignidad. La elección entre dos  variedades de destino cruel o, más bien, entre las dos caras de la  crueldad del destino, los sitúa entre la espada y la pared. Los jóvenes  musulmanes intentan pasar a escondidas o abrirse camino a la fuerza por  entre las «espadas de fuego y los querubines» que custodian la entrada  del paraíso moderno, para luego darse cuenta (si logran engañar a los  vigilantes) de que allí no son bienvenidos, de que no se les permite  alcanzar aquellos fines cuya consecución, según les censuran  permanentemente, no persiguen con suficiente entusiasmo.
   Están, en efecto, atados de ambas manos: rechazados por la comunidad  de origen como desertores y traidores, y con la entrada prohibida en la  comunidad de sus sueños debido a una presunta incompletud y falta de  sinceridad, o lo que es peor, por la perfección y la patente ausencia de  culpa de su traición/conversión. La disonancia cognitiva, una  experiencia angustiosa y dolorosa de un drama que no permite una  solución racional, en su caso se da por partida doble. Su realidad niega  los valores hacia los que se les inculcó respeto y estima, al tiempo  que rechaza la oportunidad de adherirse a esos otros valores que ahora  se les exhorta insistentemente a abrazar, aun cuando los mensajes que  les llegan son, como es tristemente sabido, muy confusos: ¡integraos!,  ¡integraos! Pero caerá sobre vosotros la desgracia si lo intentáis y  seréis condenados si tenéis éxito, vergüenza y venganza en vuestras  casas (recordemos que entre las víctimas de los terroristas islámicos de  los últimos años el número de «hermanos –y hermanas e hijos–  musulmanes» ha superado con creces el de todos los demás). Si ni Satán  ni sus secuaces son quisquillosos, ¿por qué habrían de serlo sus  detractores y presuntos conquistadores?
   Lo que vuelve esta situación aún más oscura, ambivalente e  irracional es que el mundo musulmán, por un azar geográfico, parece  estar situado del otro lado de una barricada, de tal manera que la  economía de los países ricos y «avanzados» se basa en un consumo de  petróleo extraordinario (debido no sólo a la gasolina de los coches,  sino también a los derivados del petróleo necesarios en la industria) y  prospera gracias a que su precio se mantiene artificialmente bajo,  mientas que los suministros más abundantes de crudo, los únicos que  seguirán siendo económicamente viables a mediados de siglo, están bajo  el control de gobiernos árabes. Los árabes controlan las arterias de  Occidente, los grifos por los que fluye la energía vital y opulenta del  poderoso Occidente. Podrían –sólo «podrían»– cortar su suministro, con  consecuencias prácticamente inimaginables, pero ciertamente radicales  (catastróficas desde el punto de vista de los poderes occidentales)  sobre el equilibrio de poder global.
   Esta concatenación de circunstancias tiene dos efectos, que se  añaden a la ambigüedad aparentemente incurable del drama musulmán. El  hondo y predecible interés que tiene la «parte moderna» del planeta en  asegurarse el control exclusivo de los suministros de crudo la enfrenta  directamente a una gran parte del mundo islámico. Desde el encuentro  (probablemente apócrifo) de Franklin D. Roosevelt y el rey Saud a bordo  de un crucero norteamericano, en el que el presidente estadounidense  garantizó que la dinastía saudí mantendría su poder sobre una península  casi vacía aunque fabulosamente rica en petróleo, y el recién nombrado  rey prometió por su parte un suministro ininterrumpido de petróleo a las  empresas norteamericanas, y desde que la CIA organizó hace medio siglo  un golpe de estado para derrocar al gobierno de Mossadeg, elegido  democráticamente en Irán, los países occidentales, y en primer lugar EE  UU, no han dejado de interferir en los regímenes islámicos de Oriente  Medio usando como armas cuantiosos sobornos, sanciones económicas o  intervenciones militares directas. Con la única condición de que dejen  abiertos los grifos del petróleo, los países occidentales también  contribuyen al mantenimiento de regímenes reaccionarios (e incluso  extremistas fundamentalistas, como en el caso del reino saudí, dominado  por los Wahabí) cuyas fechas de caducidad expiraron hace tiempo y que  con toda probabilidad no sobrevivirían si no fuera por la protección  occidental, principalmente americana. A través de su enviado especial de  la época, Donald Rumsfeld (Secretario de Defensa hasta hace bien poco),  EE UU prometió apoyar la dictadura de Sadam en Irak con miles de  millones de dólares en créditos para la agricultura y en tecnología  militar puntera, incluida la inteligencia por satélite que podría usarse  para dirigir armas químicas contra Irán. Y mantuvieron su promesa.
   De esta concatenación peculiar de circunstancias se sigue otro  efecto, aparentemente opuesto: es posible que la facción selectivamente  «occidentalizada» de la élite de los países islámicos ricos logre dejar  atrás su complejo de inferioridad. Gracias a su «poder para fastidiar», a  su potencial control sobre la riqueza que Occidente necesita pero no  posee, puede sentirse lo suficientemente fuerte como para dar un paso  más: reivindicar un estatus superior al de aquellos que tan obviamente  dependen para su supervivencia de los recursos que ellos, y sólo ellos,  controlan. Nada nos dice tanto sobre nuestro poder como el hecho de ser  sobornados por los poderosos…
   El cálculo no podría ser más sencillo: si nosotros logramos un  control sin fisuras del carburante que alimenta sus motores, su camión  de carga pesada se parará en seco. Ellos tendrán que comer de nuestras  manos y seguirnos el juego con nuestras propias reglas. Sin embargo, la  estrategia a seguir no es simple ni evidente por sí misma. Aunque  nosotros tenemos medios para comprar más y más armas, todo el dinero con  el que nos sobornan y con el que financiamos esas compras no será  suficiente para igualar su poder militar. La alternativa, aunque no sea  la primera opción, es desplegar otra arma que nosotros poseemos en mayor  cuantía que ellos: nuestra capacidad de fastidiar, el poder de lograr  que la lucha de poder sea demasiado costosa para continuar o  directamente imposible de proseguirse. Teniendo en cuenta la obvia  vulnerabilidad de sus países, de sus sociedades, es posible que la  capacidad destructora de nuestro poder de fastidiar pueda superar el  potencial ciertamente pavoroso de sus armas. Después de todo, hacen  falta menos recursos, hombres y esfuerzos para paralizar Nueva York o  Londres que para sacar a un comandante terrorista de su cueva en las  montañas o para hacer salir a sus secuaces de los sótanos y los áticos  de las chabolas urbanas.
   Cuando se han probado todos los remedios que existen para la  disonancia cognitiva y todos ellos han quedado lejos del resultado  esperado, uno se encuentra en la condición agónicamente patética de las  ratas de laboratorio que han aprendido que los bocados apilados al otro  lado del laberinto pueden llegar a disfrutarse, pero sólo pasando por  los horrores de los shocks eléctricos. ¿Traerá algún día la escapada del  laberinto (una opción no permitida a las ratas de laboratorio) todas  las satisfacciones que jamás nos dará ni el aprendizaje diligente ni la  cartografía de los giros y vueltas de sus corredores? Pero ni el hecho  de buscar o no una salida de la opresión, ni el hecho de confiar o no en  hallar un camino de huida a este lado de los muros del laberinto  alteran en lo más mínimo su drama. Los premios a la obediencia llegan  con atormentadora lentitud, mientras que el castigo aparece a diario por  no haberlo intentado lo suficiente, o por haberlo intentado demasiado  (¿y cómo podría haber un intento que no fuera demasiado y al que no se  condenara inmediatamente por insuficiente?).
   Convertirse en terrorista es una elección; también lo es dejar que  te cieguen los celos, el resentimiento o el odio. Ser castigado por  enfrentarse –legítima o putativamente– a tales elecciones no es, en  cambio, cuestión de elección, puesto que tal enfrentamiento es el  veredicto del destino. El hecho de que unos cuantos «como tú» eligieran  el camino equivocado basta para despojarte del derecho a elegir  correctamente; y si tú mismo elegiste erróneamente, ello te impedirá  convencer a aquellos a quienes corresponde juzgar –o que usurpan el  derecho a emitir veredictos– de que fue tu elección, tu elección  sincera.
   Algunos asesinos suicidas sueltos son suficientes para convertir a  miles de inocentes en «sospechosos habituales». En poquísimo tiempo, un  puñado de elecciones individuales inicuas pueden reprocesarse como  atributos de una «categoría»; una categoría fácilmente reconocible, por  lo demás, como, por ejemplo, la piel sospechosamente oscura o una  mochila sospechosamente voluminosa –las cámaras de seguridad están  destinadas a observar estos objetos y se pide a los transeúntes que  estén pendientes de su presencia, tarea a la que se prestan con gusto–.  Desde las atrocidades del metro de Londres, el volumen de incidentes  clasificados como «ataques racistas» ha crecido sobremanera por todo el  país. En muchos casos, ni siquiera medió la presencia de una mochila.  Una docena de conspiradores islámicos preparados para matar bastó para  crear una atmósfera de fortaleza asediada y de «inseguridad  generalizada». La gente que se siente insegura tiende a buscar  febrilmente un blanco sobre el que descargar la ansiedad acumulada para  recuperar así la confianza perdida aplacando el sentimiento  desagradable, espeluznante y humillante de la impotencia. Los  terroristas y sus víctimas comparten lugar de residencia: las fortalezas  asediadas en las que se están convirtiendo las ciudades multiétnicas y  multiculturales. Cada parte contribuye al miedo, la pasión, el fervor y  la obcecación de la otra, cada parte confirma los peores miedos de la  otra, así como sus prejuicios y odios, y entre todas, encerradas en una  especie de versión moderna y líquida de danza macabra, no dejarán que  descanse el fantasma del asedio.
   En su estudio sobre la tecnología de vigilancia masivamente instalada en las calles tras el 11-S, David Lyon 6  destaca sus «consecuencias no intencionadas»: «una ampliación de la red  de vigilancia y un riesgo creciente de control de la gente en su vida  diaria». Pero entre estas «consecuencias no intencionadas», la palma se  la lleva el efecto «el medio es el mensaje» que tiene esta tecnología de  vigilancia. Puesto que esta tecnología está destinada a vigilar y  grabar objetos externos, visibles y registrables, por fuerza ha de ser  ciega a los motivos y elecciones individuales que subyacen a las  imágenes grabadas, de forma que, con el tiempo, refuerza la idea de  «categorías sospechosas», que sustituye a la de malhechores  individuales. Tal como lo describe Lyon:
                 la cultura del control colonizará más áreas  de la vida, con o sin nuestro permiso, debido al deseo comprensible de  seguridad combinado con los efectos de la adopción de un cierto tipo de  sistemas de vigilancia. Los habitantes de los espacios urbanos,  ciudadanos, trabajadores y consumidores –esto es, gente sin ningún tipo  de ambición terrorista– verán cómo sus opciones de vida quedan cada vez  más limitadas por las categorías a las que pertenecen. Para algunos  estas categorías son particularmente perjudiciales, ya que les  restringen determinadas opciones de consumo por evaluación de crédito o,  lo que es peor, los relegan a un estatus de segunda por su color o su  etnia. Es una historia vieja con ropa nueva de alta tecnología.
       
        El detective anónimo que se  disculpó ante Girma Belay, el desventurado ingeniero naval etíope  refugiado en Londres, después de que la policía entrase brutalmente en  su piso, le arrancase la ropa, lo golpease, lo mantuviese contra la  pared y lo arrestase seis días sin cargo, con las palabras: «Lo siento,  tío; estabas en el sitio equivocado en el momento equivocado» 7  podría (y debería) haber añadido: «y bajo la categoría equivocada». Y  así es cómo Belay resume las consecuencias de esa experiencia  categorial, padecida individualmente: «Tengo miedo; no quiero salir de  casa». Y culpabiliza de su drama a esos «terroristas hijos de puta» que  «actuaron de tal forma que para gente como yo la dulzura y la libertad  quedaron destruidas».
         En un círculo vicioso, la amenaza de terrorismo se convierte  en inspiración de más terrorismo, derramando por el camino todavía más  terror y una cantidad cada vez mayor de gente aterrorizada, los dos  productos que busca el terrorista, cuyo nombre deriva precisamente de  esta intención. Se podría decir que las personas aterrorizadas son los  aliados más fieles del terrorista, aunque lo sean involuntariamente. El  «deseo comprensible de seguridad», siempre a disposición de cualquier  aprovechado hábil y astuto que quiera manipularlo, avivado ahora por los  actos dispersos y aparentemente imprevisibles del terror, acaba siendo  el principal recurso del terror para cobrar fuerza.
         Incluso en el poco probable caso de que se cierren las  fronteras para los viajeros no deseables, la posibilidad de otro  atentado terrorista no se reducirá a cero. Las injusticias generadas a  escala global fluyen en el espacio global tan fácilmente como las  finanzas o la última moda; también fluye el deseo de vengarse de los  criminales de verdad o, en el caso de que sean inaccesibles, de los  cabezas de turco más apropiados. Cuando los problemas globales toman  tierra, se asientan localmente y pronto echan raíces, y si no alcanzan  una solución global, buscan blancos locales para descargar la  frustración resultante. Hussain Osman, uno de los sospechosos  principales del ataque en el metro de Londres, escapó de la detención y  llegó a Italia, aunque, según Carlo De Stefano, un oficial jefe de la  policía antiterrorista italiana, no se encontrase ningún vínculo entre  él y los grupos terroristas locales. «Parece que estamos frente a un  grupo improvisado que actuó de manera aislada», concluyó Stefano 8.
         Las injurias infligidas por el poder desbocado de los  dirigentes en un planeta globalizado para mal, son incontables y  ubicuas, además de dispersas y difusas. Por todas partes, el terreno  para las semillas del terrorismo está abonado y las «inteligencias» de  los ataques terroristas pueden esperar razonablemente encontrar alguna  parcela fértil en cualquier lugar en el que se detengan. Ni siquiera les  hace falta diseñar, construir o mantener una estricta estructura de  mando. No hay ejércitos terroristas, tan sólo enjambres sincronizados  más que coordinados, con poca o nula supervisión, y únicamente  comandantes ad hoc. A menudo, para que nazca ab nihilo un «grupo de  operaciones», basta con poner un ejemplo adecuadamente espectacular que  será forzosa y prontamente torpedeado en millones de hogares gracias a  las redes de televisión, constantemente hambrientas de espectáculo, y a  través de las autopistas de la información por las que hacen circular  sus mensajes.
         Nunca como ahora la vieja noción antropológica de «difusión  del estímulo» (los prototipos e inspiraciones que viajan a través de  distintos territorios y culturas sin, o con independencia de, sus  practicantes o mediadores originarios o sin su «hábitat natural») había  captado tan bien el carácter de la comunicación entre culturas y el  potencial epidémico y contagioso de las innovaciones culturales. En un  planeta entrelazado por autopistas de la información, los mensajes  encontrarán y seleccionarán sin ni siquiera buscarlos a sus  destinatarios agradecidos; o, más bien, serán sus potenciales  destinatarios quienes los encuentren y seleccionen, asumiendo las tareas  de búsqueda.
         El encuentro entre mensaje y destinatario es enormemente fácil  en un planeta convertido en un mosaico de diásporas étnicas y  religiosas. En un mundo así, ya no cabe defender la antigua separación  entre «dentro» y «fuera» o, por añadidura, entre «centro» y «periferia».  La «externalidad» del terrorismo que amenaza la vida es tan teórica  como lo es la «internalidad» de los capitales que la sustentan. Palabras  extranjeras se hacen carne en el país de acogida, supuestos outsiders  resultan ser, en la mayoría de los casos, nativos inspirados o  convertidos por ideas sin fronteras. No hay línea del frente, tan sólo  campos de batalla dispersos y cambiantes; no hay tropas regulares, tan  sólo civiles convertidos en soldados por un día y soldados de permiso  civil indefinido. Los «ejércitos» terroristas son todos ellos «caseros» y  no necesitan cuarteles, ni desfiles, ni plazas de armas.
         A la maquinaria del estado-nación, inventada y diseñada para  proteger la soberanía territorial y para separar sin ambigüedades a los  de dentro de los de fuera, la «interconexión» del planeta la ha cogido  por sorpresa. Un día tras otro, una atrocidad terrorista tras otra, las  instituciones estatales de la ley y el orden se dan cuenta de su  ineptitud a la hora de enfrentarse a los nuevos problemas, que echan por  tierra con desfachatez las categorías y distinciones ortodoxas,  consagradas y fiables.
         Nada de esto permite presagiar una pronta disolución de la  ambivalencia, esa fuente profusa de ansiedad, inseguridad y miedo que  padecen por igual quienes vienen arrojados a ella y quienes viven su  vida en su molesta presencia. Una solución rápida no es concebible, y  mucho menos está disponible. Con la creciente diasporización de la  población mundial y con la jerarquía ortodoxa de culturas casi  completamente desmontada, es probable que cualquier sugerencia de  sustitución sea combatida acaloradamente. Una vez que se ha eliminado  del vocabulario «políticamente correcto» las nociones mismas de  superioridad e inferioridad cultural, ya no es aceptable ni probable que  se adopte esa manera tradicional y antaño universalmente válida de  fijar y solidificar los resultados de las sucesivas resoluciones de la  ambivalencia en forma de «asimilación cultural» (hoy cortésmente  rebautizada como «integración», aunque permanezca fiel a la estrategia  del pasado). 
      
Miedo líquido, Barcelona, Paidós, 2007
   Vida líquida, Barcelona, Paidós, 2006
   Europa, una aventura inacabada, Madrid, Losada, 2006
   Confianza y temor en la ciudad: vivir con extranjeros, Barcelona, Arcadia, 2006
   Vidas desperdiciadas: la modernidad y sus parias, Barcelona, Paidós, 2005
   Identidad. Conversaciones con Benedetto Vecchi, Madrid, Losada, 2005
   Amor líquido: acerca de la fragilidad de los vínculos, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2005
   Modernidad y ambivalencia, Barcelona, Anthropos, 2005
   Ética posmoderna, Buenos Aires, Siglo xxi, 2004
   La sociedad sitiada, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2004
   Modernidad líquida, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003
   Comunidad: en busca de seguridad en un mundo hostil, Madrid, Siglo xxi, 2003
   La ambivalencia de la modernidad y otras conversaciones, Barcelona, Paidós, 2002 [con Keith Tester]
   La cultura como praxis, Barcelona, Paidós, 2002
   La hermenéutica y las ciencias sociales, Buenos Aires, Nueva Visión, 2002
   En busca de la política, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2001
   La posmodernidad y sus descontentos, Madrid, Akal, 2001
   La sociedad individualizada, Madrid, Cátedra, 2001
   Trabajo, consumismo y nuevos pobres, Barcelona, Gedisa, 2000
   La globalización: consecuencias humanas, México, Fondo de Cultura Económica, 1999
   Modernidad y holocausto, Madrid, Sequitur, 1997 
   
 
   
1 Mark Juergensmeyer, «Is Religion the Problem?», The Hedgehog Review, primavera 2004, pp. 21-33.
   
2 Charles Kimball, When Religion Becomes Evil, Nueva York, Harper, 2002, p. 36.
   
3 Henry A. Giroux, «Rapture Politics», Toronto Star, 24 de julio de 2005.
   
4 Véase Martin Bright, «Muslim leaders in feud with the BBC», The Observer, 14 de agosto de 2005.
   
5 Entrevista con Uri Avnery, Tikkun, septiembre/octubre de 2005, pp. 33-39.
   
6 Véase David Lyon, «Technology  vs. ‘Terrorism’; Circuits of City Surveillance Since September 11,  2001», en Stephen Graham, ed., Cities, War and Terrorism: Towards an  Urban Geopolitics, Oxford, Blackwell, 2004, pp. 297-311.
   
7 Citado por Sandra Lavikke,  «Victim of Terror crackdown blames bombers for robbing him of freedom»,  The Guardian, 4 de agosto de 2005, p. 7.
   
8 Véase Ian Fisher, «Italians Say London Suspect Lacks Wide Terrorist Ties», The New York Times, 2 de agosto de 2005.