Por Melvin Mañón
Con frecuencia uno se maravilla de que un
vehículo irremediablemente destartalado y decrépito circule por las calles.
Nadie puede precisar el color de los tantos parches y abolladuras en lo que una
vez fue su carrocería. La marca es irreconocible, como el año de fabricación y
el motor, entre gemidos, gritos y explosiones extemporáneas todavía funciona,
al menos, lo suficiente, como para mover el vehículo no sin que mas de uno
exclame a su paso: es increíble que, a pesar de todo lo que le falta o tiene
dañado, todavía funcione.
Hay casas, casuchas en las aceras,
edificios en cualquier parte que a veces a fuerza de desvencijados, tras haber
soltado ventanas, caído el techo, roto las paredes e invadidos por la maleza,
siendo escombros, no acaban de venirse abajo y la gente los mira, y uno que
otro, humano o alimaña todavía encuentra cobijo en ellos. A nadie se le ocurre pensar que puedan
perdurar, pero casi todos de una manera u otra nos asombramos de que
permanezcan de pie.
En otras ocasiones, observamos seres
humanos que deambulan su miseria y su desesperanza por entre aceras,
vecindarios, patios y parques. Prematuramente envejecidos, doblados por las
penas de sus propias faltas y de las penurias que les imponen los demás, viviendo
cada día como si fuera el último; en andrajos, malolientes, enfermos del cuerpo
y casi siempre del alma, abandonaron hace tiempo el mundo de los vivos si por
vivos entendemos y nos referimos a nosotros mismos. Ellos saben y nosotros
también, que no tienen futuro, que no hay mañana, pero todavía caminan, comen,
sudan, sangran.
Hay familias, amigos, negocios, empresas,
entidades en las que, desde dentro y también desde fuera, se advierte el
sinsentido que los corroe, los vicios que los doblegan, las debilidades que les
impiden ponerse de pie, la ruina vaticinable. No vienen de ninguna parte y a
ninguna parte van pero también en ellos maravilla que, a pesar de todo, están
ahí y que, por mayor que sea nuestro asombro siguen siendo parte de una
realidad que no por carecer de futuro deja de existir.
Todo esto lo hemos visto y vivido a
nuestro alrededor. Sabemos que no durarán aunque no podamos fijar una fecha de
expiración y esas ruinas, esos malestares y esas sinrazones que vemos por
doquier, son exactamente iguales y les espera el mismo destino que a la
sociedad, el mundo y la civilización en que vivimos. Preferimos no ver este
otro mundo que se desmorona.
La sociedad de nuestro tiempo está
enferma. Irremediablemente dañada, torcida, débil, imbecilizada, justo cuando
ha venido a creerse mas astuta y sabia que nunca. No hay soluciones a los
problemas porque las llamadas propuestas, como los medicamentos, curan algo
pero es a condición de dañar otra cosa y, eso es cuando curan, que con
frecuencia disimulan los males en lugar de curarlos. Entre payasos, perversos e
incompetentes, empresas y gobiernos, provincias y países se asemejan cada día
más a los paisajes y las escenas descritos.
Nuestro mundo está decrépito.
Irremediablemente. No tiene soluciones, no es capaz de pensarlas. No hay nada
que esperar salvo la muerte súbita o lenta, pero muerte de cualquier manera pero
de nuestra propia muerte brotarán otras y nuevas formas de vida. El árbol que
se nutre de nuestros excrementos o de nuestros escombros es, tanto como el
gusano que devora nuestra carne, forma de vida nacida de la muerte.
Hay sociedades que no merecen salvarse ni
ser salvadas pero no deja de ser fascinante la contemplación del espectáculo,
la constatación cotidiana de que, muerte, escombros, degradación,
anquilosamiento y decrepitud, esta sociedad, a pesar de todo, todavía está.
Precaria y sin futuro, pero aun existe, a pesar de todo. Es un fenómeno y un
espectáculo. La vida y la muerte. Y lo mas asombroso de todo somos los que
creemos y queremos enderezar entuertos. A pesar de todo.
Hay que luchar. Aceptar este mundo de mierda como destino
final es equivalente al suicidio. Como afirmó una vez Joan Manuel Serrat –creo
que en Chile- “No puedo vivir en un mundo sin utopías”. Además, añado, no
quiero.
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